sábado, 29 de noviembre de 2014

A la sombra del paraíso

23/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Edgar Aguilar

Nacido en la región del subtrópico húmedo del Golfo de México, José Luis Rivas (Tuxpan, Veracruz, 1950) es sin duda uno de nuestros poetas más grandes y respetados de las últimas décadas. Realizó estudios de Filosofía y Letras en la UNAM. Fue coordinador editorial durante cinco años de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica y posteriormente director editorial de la Universidad Veracruzana. Autor de una extensa y riquísima obra, a la vez cálida y rigurosa, desde muy temprana edad inició su labor poética con títulos ya emblemáticos de la poesía mexicana: Tierra nativa (1982), Relámpago la muerte (1985), La balada del capitán (1986), La transparencia del deseo (1987), Asunción de las islas (1992), Luz de mar abierto (1992), Río (1996), Estuario (1998), Un navío un amor (2004) o Pájaros (2005). Su quehacer como traductor no ha sido menos importante: entre otros, ha vertido excepcionalmente al castellano –en algunos casos íntegros– a autores tan disímiles como William Shakespeare, T. S. Eliot, Michel Tournier, Arthur Rimbaud, Georges Shehadé, John Donne, Andrew Marvell, Ezra Pound, Elizabeth Bishop, Emily Dickinson, Dylan Thomas
–y a propósito del centenario de su nacimiento–, Saint-John Perse, Aimé Césaire, Jules Superville, Joseph Brodsky, Derek Walcott o Tahar Ben Jelloum, lo que lo coloca como uno de los más destacados traductores de poesía en lengua española. Ha obtenido múltiples premios, como el Carlos Pellicer en 1982, el Nacional de Poesía Aguascalientes (1986), el Xavier Villaurrutia (1990) o el Nacional de Traducción de Poesía, por
Poetas metafísicos ingleses, en 1990. Su obra está reunida en los volúmenes Brazos de mar (1990), Raz de marea (1993) y Ante un cálido norte (2006). En 2009 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y desde 2013 es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. De trato cordial, de hablar pausado y particularmente cadencioso, la charla con José Luis Rivas se llevó a cabo una tarde en un café de la ciudad de Xalapa en que se soltó una lluvia torrencial, donde coincidentemente el agua una vez más acompañó a nuestro autor.


–Adolfo Castañón ha señalado que en José Luis Rivas “naturaleza y lenguaje fraguan una historia otra; dejan luminoso testimonio de la sombra negada”. En este sentido, la poesía, su poesía, ¿es la sombra de la realidad?
–Sí, claro, todo cuerpo de algún modo presenta una cara a la luz y deja algunos aspectos a oscuras. Creo que a lo largo del tiempo esa sombra ha preexistido de alguna manera, ya no en mi escritura porque de alguna forma yo he dado paso también a todo aquello que en mi infancia no fue paradisíaco, sino la sombra del paraíso, es decir la muerte de mi madre, el progresivo deterioro del mundo natural en que viví, la pérdida de muchas de las cosas que me cautivaron de niño y, en ese sentido, la sombra en mi poesía ha ido apareciendo.
–La visión paradisíaca de la infancia presente en su universo poético, ¿es por tanto en su obra más simbólica que real?
–La poesía es sobre todo reinvención. Mucho de lo que he escrito parte de momentos vividos, pero en buena medida lo que he hecho es una serie de composiciones a partir de esa magia al alcance de todos que es la palabra. Y creo que es precisamente porque el lenguaje me fascina que sigo escribiendo, a veces en referencia a experiencias vividas, pero también a otras cosas que no atañen o que no tienen que ver con una experiencia vivida directamente. Quiero decir que esto viene también de lecturas, de conversaciones, de relatos escuchados en la voz de otras personas, etcétera.
–¿Qué tan cauto hay que ser con el lenguaje a la hora de escribir un poema?
–Recientemente veía en Facebook una lista, como todas arbitraria, hecha por un poeta joven, que recogía a su juicio los cien poemas más malos de los poetas mexicanos en activo, es decir, el poema más malo de cada uno de esos cien poetas en activo. Y bueno, curiosamente, me parece que su punto de vista se basaba sobre todo en esta exigencia que quiere, busca, que se esté siempre prevenido para la utilización de las palabras. Ahora bien, no sé si se tenga que ser cauto para escribir un poema. Borges decía que la primera línea y la última de un relato le eran regaladas, y que él se ocupaba de hacer las restantes, o sea las intermedias. A veces la escritura es una suerte de aventura que no sabes a dónde te pueda llevar, en otras ocasiones hay autores que buscan de antemano tener un dominio pleno sobre los materiales que emplean, aunque las palabras suelen ser reacias, suelen ser indómitas, suelen trastornar las intenciones primeras de muchos autores.
–En Un navío un amor, luego de describir la decepción amorosa y de afirmar que “ha muerto Helena”, ¿por qué pasar al final del libro de una postura en apariencia estoica ante el amor a otra casi jubilosa, para concluir el poema de una manera oscuramente dramática?
–Yo diría que ambas posturas están regidas más bien por las emociones, y respecto de que “ha muerto Helena” dan cuenta los versos de Alceo, poeta griego. El libro está construido en buena medida tratando de hacer actuales a esos autores (a varios autores: Safo, el mismo Alceo, y otros más), apropiándomelos de alguna manera, tratando de hacerme de su voz y trasplantarla al tiempo nuestro, al tiempo contemporáneo. Esto está en la poesía griega de la Antigüedad, pero creo que igualmente uno en la vida real también tiene momentos en donde parece que las cosas dejan de importar y que es muy fácil sumirse en una suerte de embriaguez, pero también hay un momento en que al pasar a la embriaguez uno hace una especie de elegía a lo perdido.
–Retomando a Castañón, él advierte que en su poesía se encuentra “no una historia personal cristianamente orientada a la muerte […], sino abierta y gentil, dionisiaca, inevitable y necesaria”. Esta noción de su poesía, ¿es consciente o deliberada?
–Para poder hablar de una noción deliberada plenamente consciente habría que tener a la mano todos los recursos de la escritura conscientes en el momento de escribir un poema. Partes de las cosas que he escrito no dejan de tener una complicidad inconsciente que proviene de la lengua misma, del lenguaje mismo.
–Usted ha mencionado que empezó a traducir a los autores que más admiraba por envidia.
–Por supuesto, me habría gustado escribir muchas de esas obras que después he traducido. Y las he traducido con la peregrina intención de que algo de la maravilla que acompaña a esas obras también se adhiera a algo de lo que escribo.
–La poesía de Dylan Thomas, por ejemplo.

–El mismo Castañón me señalaba que respecto de Dylan Thomas, de quien yo he traducido algunos poemas relacionados con mi infancia, poemas eminentemente dentro, desde, por la infancia, hay otros poemas a los que, por alguna razón u otra, yo no he tocado. Cuáles son esas razones, se preguntaba él. La verdad es que uno establece un punto de parentesco con autores que admira, precisamente a partir de las cosas que le resultan más próximas, más cercanas, más emparentadas con las experiencias que uno ha disfrutado. En este caso mi infancia puedo decir que fue bastante luminosa, que estuvo marcada por una especie de atmósfera paradisíaca, en donde el agua juega un papel muy importante. Nací a dos cuadras de un río, a diez kilómetros del mar, en fin, mi vida de alguna manera ha estado marcada por el mar. Es curioso: Dylan significa mar en galés, significa marea también, y es aquel que una vez nacer se disuelve en el mar. Los críticos de Dylan Thomas han visto, algunos de ellos, que su afición tan marcada por el vino y la bebida es casi como una especie de destino ya implícito en su nombre. Dylan Thomas me atrajo desde el momento en que supe de él, hacia los quince, dieciséis años. Una de mis obsesiones cuando pasé a Ciudad de México era saber más acerca de este autor. Un autor que, curiosamente, su primera poesía se considera sumamente difícil y oscura, pero que tuve la fortuna de que uno de mis profesores, Ramón Xirau, hubiera traducido algunos poemas de Thomas en la Revista de la Universidad de México. Yo tomaba primero la clase de ética con Xirau, y más tarde otra que se llamaba filosofía y poesía. Y ahí me hice un alumno que tras sus clases de una u otra manera le preguntaba mucho sobre Dylan; me hice también de un ejemplar en inglés de Thomas, y yo quería traducirlo, y claro, escogí poemas singularmente difíciles a los cuales mi propio maestro me decía: es que esos poemas son sumamente difíciles, pues tienes que tener una gran preparación en el inglés para poder intentar traducirlos, y quién sabe si se dejen. Dylan Thomas en este sentido era a veces alguien que se dejaba cautivar más por la magia de las palabras para entrelazarse entre ellas, y algunos de sus poemas tienen un sedimento muy fuerte en ese plano. Pero en este momento, curiosamente al cumplirse el centenario de su nacimiento, me siento en deuda con él. Me gustaría traducir toda su poesía, no sé si esto pueda aún realizarlo, pero me ha venido la gana de hacerlo.
–¿Era usted tan inquieto como se describe en Tierra nativa?
–Yo era una persona sumamente inquieta, que lo fui casi hasta los cuarenta años. Como sabes, la vida de una persona está dividida en cuatro partes, la primera es de crecimiento. Precisamente, decía un autor caro a Dylan Thomas, O´Sullivan, que uno se pasa veinte años creciendo, veinte años en plena floración (eso ya es una interpretación de Forster), veinte años propiamente envejeciendo, y veinte años de decadencia. Así es que por lo menos los primeros veinte y los segundos estuve acorde con esa clasificación, con esa manera de dividir la vida, y creo que sí fui una persona de muchas inquietudes, conservo todavía algunas, pero, bueno, hay que rendirse a los poderes de la naturaleza. La vida te cobra también sus cuotas. Un poco el libro de Un navío un amor ya tiene pasajes que señalan esto, que aunque ahí todavía no están, se presienten o se prevén, y de algún modo es una manera de tratar, de estar a tono para cuando se den.

Revueltas y Paz: la confrontación postergada

16/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Evodio Escalante

Hermanos de sangre y a la vez escritores en conflicto, tal podría ser una rápida caracterización para designar los períodos de confluencia y de desencuentro que marcan de modo alternativo la relación entre José Revueltas y Octavio Paz. Hermanos de sangre no sólo debido a que pertenecen a una misma generación, la que conocemos como generación de Taller, sino porque la etapa formativa del cardenismo coloca sus respectivos proyectos de vida a la sombra del ideal socialista, al que me parece que nunca habrán de renunciar ni el Revueltas “autogestionario” de los años sesenta, ni el Paz cada vez más proclive a adoptar las posiciones neoliberales de las tres últimas décadas de su vida. Ambos viajan muy jóvenes al extranjero, Revueltas a Moscú en 1935 como representante del Partido Comunista de México al VI Congreso de la Juventud Comunista; Paz a Valencia como delegado en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas de 1937. Ambos realizan trabajo militante en Mérida, Yucatán; Octavio Paz da clases en una escuela para obreros y campesinos, como parte de un plan cardenista de educación popular; dos años después, Revueltas hará algo semejante: estará en Mérida para dar cursos de historia de México y realizar otras tareas menores por encargo de la organización en la que milita. Como resultado de esta experiencia, Paz escribe los borradores de un notable poema de protesta que se publicará unos años después con el título de “Entre la piedra y la flor” (1943), mientras que Revueltas, que ocasionalmente también escribe poesía, redacta “Nocturno de la noche”, dedicado a Efraín Huerta. Es curioso advertir que ambos escritores comparten una misma visión destructora con la que acaso intentan acabar con el estado de cosas entonces prevaleciente. La estrofa final de “Entre la piedra y la flor”, a la que antecede una violenta requisitoria contra el poder del dinero digna de Ezra Pound, lo expresa con esta invocación: “Dame, llama invisible, espada fría,/ tu persistente cólera,/ para acabar con todo,/ oh mundo seco,/ oh mundo desangrado,/ para acabar con todo.” De modo semejante, el poema de Revueltas anota: “Es preciso, es preciso, es preciso que se caigan los muros,/ […] que quede nada más un grito clamando, herido eternamente,/ y una sobrehumana colérica voluntad como ramas de un árbol furioso/ para golpear hasta el polvo y el aniquilamiento.”
Dos lecturas alemanas dejarán huella imborrable en ambos. Paz lee de modo obstinado a Novalis y Revueltas hace lo mismo con los Manuscritos económico-filosóficos del joven Marx, muy próximo no sólo a Hegel sino al espíritu de los Fruhromantik alemanes. En Paz, Novalis será el puente que hará más fácil su tránsito a la órbita surrealista y una de las presencias que guían la redacción de El arco y la lira; en Revueltas, la teoría de la enajenación, tal y como aparece en este Marx juvenil, recorrerá toda su obra y habrá de culminar con la Dialéctica de la conciencia, texto testamentario que se publica de manera póstuma. No sólo esto. Los dos se perfilan como críticos tempranos de las desviaciones de la idea comunista. Revueltas arremete contra el dogmatismo partidario y la estética del optimismo a ultranza al que obligaban los cánones del “realismo socialista” en su novela Los días terrenales (1949), mientras que Paz denuncia los “campos de concentración” soviéticos en un artículo que habría de publicar Bianco en la revista Sur a principios de los años cincuenta.
Al lado de las inevitables concordancias de época y formación, aparecen también los signos de la discordia, no podía esperarse menos dado el temperamento crítico que los caracteriza. En mayo de 1943, ya con un pie en el estribo de un viaje que lo llevaría pertrechado con una Beca Guggenheim a vivir a Estados Unidos, Octavio Paz publica primero en el Novedades y poco después en Sur, una demoledora y me parece que injusta reseña de la novela que acaba de dar a conocer Revueltas: El luto humano (1943). Aunque la obra había merecido el primer lugar en el certamen nacional de novela, lo que le daba derecho a participar representando a nuestro país en el concurso convocado por la Unión Panamericana de Washington, a Paz no le parece que esta sea de verdad una novela, de este talante es el impulso derogatorio que recorre su texto. La prisa y la pereza con la que ha sido escrito El luto humano condenan a la obra a quedarse en una tentativa y en una suerte de exorcismo ritual, a partir del cual su joven autor podrá de seguro tramar ahora sí una verdadera novela. Los personajes están mal dibujados, la acción se interrumpe cada vez que un personaje, antes de morir, hace un recuento de lo que ha sido su vida. Además, en opinión de Paz, el texto de Revueltas está contaminado de sociología, religión e historia pasada y presente de México. En términos literarios, la prosa del autor le parece insatisfactoria: “Otro tanto ocurre con su lenguaje, a ratos brillante, a ratos extrañamente torpe, desaliñado y siempre con un lastre de lirismo sin empleo.” No acaba aquí el dictamen. En seguida, Paz agrega, casi a manera de remate: “También son notables su torpeza para relatar –que nace, seguramente, de esa incapacidad de ciertos escritores para decir las cosas de un modo sencillo– y sus frecuentes confusiones de tiempo y espacio. A la novela le falta el sentido del tiempo, de la duración tanto como del suelo.” Como si anticipara de manera visionaria los juicios que apenas una década después habrá de merecer Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Paz sentencia, implacable: “Todo esto contribuye a que la acción deshilvanada transcurra en una atmósfera pantanosa, en la que a veces desaparecen sus fantasmales personajes.”
La siguiente estación dentro de esta escalada retórica para hacer trizas el texto de su compañero de generación consiste en negarle la adscripción al género novelístico. El texto le parece a Paz brillante y confuso a la vez, una extraña mezcla de mito, historia y obsesiones de tipo personal, todo junto sin orden ni concierto. Afirma Paz: “Seguramente Revueltas no ha escrito una novela pero, en cambio, ha hecho luz dentro de sí. Seducido por los mitos de México tanto como por sus realidades, él mismo se ha hecho parte de este drama que intenta pintar. Dotado de talento, de fuerza imaginativa, de vigor y sensibilidad nada comunes –y devorado por una prisa y una pereza que no le permiten, por lo visto, reparar en sus defectos–, José Revueltas puede escribir ahora una novela. Pues en esta tentativa se libra de todos sus fantasmas, de todas sus dudas y de todas sus opiniones.”
Paz lo podría haber resumido en la friolera de dos palabras: El luto humano le parece en términos freudianos una descarga libidinal. Un documento, acaso muy revelador, a veces insondable y hasta misterioso, pero documento al fin, y no una novela como tal. Recurriendo a sus dotes de crítico de arte, que ya entonces empezaban a manifestarse, lo reitera Paz en los siguientes términos: “Como ocurre con gran parte de la pintura mexicana, que muestra un gran vigor que muchas veces queda fuera de la pintura, fuera del cuadro, Revueltas ha acumulado, sin orden ni concierto, toda su gran potencia plástica y adivinatoria, pero sin que haya logrado aplicarla a su objeto: la novela.”
Después de clavar el puñal a la víctima, hay que retroceder dos pasos para que no salpique la sangre. Esto es lo que hace en seguida Paz: “¿Qué es, en resumen, lo que le reprocho a Revueltas? Le reprocho –y ahora me doy cuenta– su juventud; pues todos esos defectos, su falta de sobriedad en el lenguaje, ese deseo de decirlo todo de una vez, esa dispersión y esa pereza para cortar las alas inútiles a las palabras, a las ideas y a las situaciones, esa ausencia de disciplina –interior y exterior–, no son sino defectos de juventud.” A pesar de los pesares, algo ha de haber en El luto humano de positivo que se pudo haber escapado en la recensión y que hay que expresar así sea de último momento para que no se diga que el balance fue todo él injusto: “De cualquier modo Revueltas es el primero que intenta entre nosotros crear una obra profunda, lejos del costumbrismo, la superficialidad y la barata psicología reinantes.”
Imagino que Revueltas pudo muy bien haber contestado este texto aduciendo cuando menos tres razones. En un artículo de respuesta o en una carta abierta que se habría reproducido de modo pertinente en el periódico Novedades, habría anotado algo como lo que sigue: “Estimado Octavio: Me sorprende, primero, que mi libro recién aparecido El luto humano, del que te ocupas en una reseña, te parezca tan mal escrito que ni siquiera le concedes que pertenezca al género novela. Por fortuna, los miembros del jurado que la seleccionaron para representar a México en el concurso interamericano de novela de la Unión Panamericana –todos ellos personas conocedoras y expertas en el asunto– pensaron de otro modo. Con ello me sobra y me basta. Segundo: Me extraña igualmente que encuentres que la narración de mi novela está deshilvanada y que la atmósfera es pantanosa al tiempo que se desdibujan los personajes de la misma. De seguro tus lecturas están orientadas a la novela costumbrista decimonónica, que conoces bien gracias a la biblioteca de tu abuelo Ireneo Paz, y es esto lo que prejuicia tu lectura, impidiendo que aceptes como válidas formas más modernas de narración, que son las que a mí me interesan. Tercero, y último, lamento informarte que tu reseña es autocontradictoria. Me reprochas, y te cito de modo textual, que incurra en una falta de sobriedad en el lenguaje y que peque por exceso de un lirismo mal utilizado. Perfecto. Pero al final de tu nota, justamente lo que alabas de mi novela es que se aparte por fin del costumbrismo, la superficialidad y la barata psicología reinantes. ¿En qué quedamos? Justamente, para darle la vuelta a este costumbrismo, a esta banalidad y a esta barata psicología que tú mismo denuncias es que he creído necesario recurrir a un lenguaje recargado, en gran medida lírico, y que toma distancia del uso denotativo y hasta periodístico que prefiere la mayoría de los narradores de este país. Este lenguaje es el que verdaderamente me representa.”
Nunca faltan razones para responder a la bilis de un opositor, así sea éste un destacado miembro de la propia generación. Lo extraordinario del asunto, y lo que sigue permaneciendo enigmático, es que Revueltas no contestó. Quien calla, otorga, asegura el refrán. ¿Por qué este silencio, no sólo inexplicable, sino también ominoso? ¿Por qué se quedó Revueltas mudo y como sin argumentos?
Aunque escritor eminentemente crítico, pertrechado además con las armas ideológicas del marxismo, del que él llegó a ser en México uno de los más agudos representantes, Revueltas, me lo sospecho, estaba lastrado por su inicial formación religiosa como lector de vidas de santos y por su temprana afición a los Evangelios. Era un ateo de “hueso colorado”, como luego se dice, y un marxista consecuente con una envidiable formación teórica y filosófica, pero este aspecto de su personalidad se daba sobre un trasfondo de profunda religiosidad, que no lo abandonará nunca. Los títulos de algunas de sus publicaciones ya lo indican de modo significativo: Dios en la tierra, Los días terrenales, Los motivos de Caín, En un valle de lágrimas… Pues bien, el Evangelio de Mateo nos deja leer: “No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa.” Sólo una interiorización de estos consejos evangélicos, acordes sin duda con un tono o una contextura proclive a la desvaloración de la persona, puede explicar el silencio de Revueltas ante sus críticos y opositores. Se diría, todavía más, que su reacción inmediata era la de concederle la razón a su contrario. Como si estuviese congénitamente incapacitado para responder por su propia obra y para salir en defensa de ella.
Pasan los años y otras circunstancias modulan lo que podríamos llamar la conjunción y la disyunción que acompaña la vida de estos dos escritores. Paz publica en 1950 lo que es acaso su libro ensayístico más celebrado, El laberinto de la soledad. Aunque Revueltas también se interesó durante unos años en la llamada “filosofía de lo mexicano”, no parece haber ninguna referencia en sus textos a esta obra fundamental. En México: una democracia bárbara (1958), Revueltas incluyó una sección titulada “Posibilidades y limitaciones del mexicano”. Aunque éste es sin duda un punto de confluencia, las alusiones a Paz, a Uranga, a Ramos y a otros representantes de lo “mexicanero” en filosofía brillan por su ausencia. El Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962), memorable por muchas razones, entre otras, por el conocimiento de la historia de México que ahí despliega su autor, acaso intenta polemizar con un ideólogo reformista como Vicente Lombardo Toledano pero nunca con Paz.
En algún pasaje de su Diario de Cuba, según vemos en el segundo tomo de Las evocaciones requeridas, se localiza una leve referencia que aquí interesa. En conversación con sus amigos Joaquín Sánchez MacGregor y Ramón Martínez Ocaranza, que se encontrarían también en la Isla en los años iniciales de la Revolución, sale a relucir el nombre del autor de El laberinto de la soledad. A decir del poeta Martínez Ocaranza, las meditaciones de Paz serían a la vez “brillantes y disparatadas”. Lo que Revueltas agrega de su ronco pecho sería lo siguiente: “Pienso, pero no lo digo, porque de pronto no recuerdo de quién es la imagen: el pensamiento de Octavio Paz se dispara al aire. (Después me acuerdo que es Engels el que lo dice, en algún lugar: pensamientos que se disparan al aire. ¡Qué justo por cuanto a Paz!: todo él se dispara al aire; es un castillo pirotécnico, la pólvora de un torito de feria. Cuando menos en sus intentos de reflexión filosófica.”
¡Lástima que esto se haya quedado como una meditación personal que Revueltas ni siquiera compartió en ese momento con sus interlocutores!
Luego viene el ’68. Octavio Paz no sólo renuncia a la Embajada de México en India, sino que escribe un poema, “México: Olimpiada de 1968” condenando la matanza de Tlatelolco. A mayor abundancia, en este poema, como ha demostrado de manera fehaciente el investigador de la Universidad de Cornell, Bruno Bosteels, Paz incorpora en cursivas unos versos que habría tomado de la correspondencia alemana de Marx. Gesto de radicalidad política y a la vez poética que no tiene antecedentes entre nosotros… Revueltas se rinde ante el genio de Paz, quien además, acompañado de Marco Antonio Montes de Oca, lo visita una vez en la cárcel. Conmovido hasta los huesos por este gesto, Revueltas le escribe a Paz que su compañero de celda, el joven Martín Dozal está leyendo sus poemas en la prisión: “Hay que darse cuenta de todo lo que esto significa, cuán grande cosa es, qué profunda esperanza tiene este hecho sencillo.” Revueltas da rienda suelta a su impulso lírico: “No, Octavio, el sapo no es inmortal [alusión al siniestro “cacique gordo de Cempoala” del poema “El cántaro roto” de Paz], a causa, tan sólo, del hecho vivo, viviente, mágico de que Martín Dozal, este maestro, en cambio, sí lo sea, este muchacho preso, este enorme muchacho libre y puro.”
Revueltas fallece cuatro años después de salir de la cárcel, en abril de 1976. A finales de ese mismo año, Octavio Paz da a conocer “Nocturno de San Ildefonso”, incluido en el libro de poemas Vuelta. Este poema, que viene ya de regreso del impulso contestatario que había distinguido al Paz de una época mejor, sostiene lo que sigue a propósito de los ideales socialistas que caracterizaron a su generación: “El bien, quisimos el bien:/ enderezar al mundo./ No nos faltó entereza:/ nos faltó humildad./ Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.” Subrayo la palabra inocencia y me pregunto ¿qué habría pensado Revueltas en caso de poder leer este poema? ¿Es que acaso la inocencia es un valor político o revolucionario? ¿Se trata de ser inocentes para hacer la revolución? Ahí mismo señala Paz, con un dejo de amargura: “La rabia/ se volvió filósofa,/ su baba ha cubierto al planeta.” Me pregunto, ¿el marxismo es acaso esta filosofía de la rabia a la que se refiere Paz? Para rematar, casi en seguida. “La historia es el error.” ¡Tremendo dicterio! ¿Esto quiere decir que los jóvenes iracundos, de los que habla Efraín Huerta en su extraordinario “Borrador para un testamento”, donde está incluido por supuesto Paz, estaban equivocados? Yo no creo que José Revueltas, de haberla leído, hubiera comulgado con esta retractación de alguien que calumnia a la historia y la pone entre paréntesis como si practicara una insidiosa epojé auxiliado con las armas de la santa poesía. Los errores, en dado caso, contestaría Revueltas, son constitutivos de ese ser radicalmente insatisfecho que es el hombre, ser erróneo por excelencia que no puede establecerse en ninguna parte, pero esto no implica despachar con un dictum el laborioso trabajo de la Historia que es, a fin de cuentas, la que nos constituye y nos otorga dignidad en tanto seres actuantes y pensantes.* No descalificar a la historia, sino asumirla: esta es la gran lección de Revueltas.
*Las reflexiones de Revueltas acerca del carácter intrínsecamente “erróneo” del ser humano se encuentran en José Revueltas, Los errores. México, Ediciones Era, 1979, de modo específico en el capítulo VII.




La muerte de Aurora

16/Noviembre/2014
El País
Mario Vargas Llosa

En diciembre de 1958, un amigo peruano de la Unesco, Alfonso de Silva, me invitó a su casa a cenar, en París. Me sentó junto a un hombre delgado, muy alto y lampiño que, sólo a la hora de la despedida, descubrí era Julio Cortázar. Parecía tan joven que lo creí mi contemporáneo y era 22 años mayor que yo. Su mujer, Aurora Bernárdez, bajita, menuda, tenía unos grandes ojos azules y una sonrisa un poco irónica que mantenía a la gente a distancia.
Nunca he olvidado la impresión que me hizo esa noche la conversación de esa pareja tan dispareja. Parecían haber leído todos los libros, sólo decían cosas inteligentes y había entre ellos una complicidad tal en lo que contaban —se pasaban la palabra como los palitroques dos diestros funámbulos— que, se diría, habían llevado todo aquello ensayado.
En los casi siete años que viví en Francia nos vimos muchas veces, en su casa, en la mía, en los cafés, o en la Unesco, donde ejercíamos como traductores. Nunca dejaron de admirarme la riqueza de sus lecturas, la sutileza de sus observaciones, la sencillez y naturalidad de sus maneras y, también, el modo como tenían organizada su vida para ver las mejores exposiciones, las mejores películas, los mejores conciertos. Era difícil descubrir quién era más inteligente y más culto, cuál de los dos había leído más, mejor y con mayor provecho. Cuidaban su intimidad con encarnizamiento —no perdían nunca el tiempo— y mantenían a raya a quien quisiera invadirla. Yo estuve siempre seguro que Aurora no sólo traducía —lo hacía maravillosamente, del inglés, el francés y el italiano, como atestiguan sus versiones de Faulkner, Durrell, Calvino, Flaubert— sino también escribía, pero que se abstenía de publicar por una decisión heroica: para que hubiera un solo escritor en la familia.
En 1967 los tres estuvimos juntos, de traductores en un congreso dedicado al algodón, en Atenas. Durante casi una semana convivimos en el hotel, en las sesiones del congreso, cenando todas las noches en restaurancitos de Plaka, en la visita de un domingo a la isla de Hydra, y al regresar a Londres (donde yo me había mudado) recuerdo haberle dicho a Patricia: “El matrimonio perfecto existe, es el de Julio y Aurora, no he visto nunca una inteligencia y compenetración igual en ninguna pareja. Tenemos que aprender de ellos, imitarlos”. Pocos días después recibí una carta de Julio que comenzaba así: “Tu sensibilidad te habrá hecho advertir, en Grecia, que no hay nada ya entre Aurora y yo. Nos estamos separando”. Nunca en mi vida me he sentido más desconcertado (y apenado). En esos días de convivencia me habían parecido la pareja mejor avenida y más envidiable del mundo, porque, con un tacto infinito, ambos se las habían arreglado para disimular a la perfección la tormenta sentimental que sacudía su matrimonio.
Para los amigos de Julio y Aurora su divorcio fue un drama, porque a todos nos había parecido que su unión era absoluta e irrompible, que dos personas no podían quererse y entenderse tanto como ellos. Pocas semanas después, en las oficinas de Gallimard, en París, yo se lo decía a Ugné Karvelis, que se ocupaba de la literatura extranjera. “¡Cómo va a ser posible, qué puede haber ocurrido para que se separen!”. Y en ese mismo momento vi en los ojos de Ugné una zozobra y turbación muy elocuentes: lo que había ocurrido estaba allí, de cuerpo presente, ante mis ojos.
La próxima vez que vi a Cortázar, en Londres, apenas lo reconocí. La suya es la más extraordinaria transformación de una persona que me haya tocado presenciar. (“Un mutante”, decía Chichita Calvino.) Se había hecho un tratamiento para tener barba y, en efecto, lucía una enorme, de celajes rojizos. Me pidió que lo llevara a un lugar donde pudiera comprar revistas eróticas y hablaba de sexo y marihuana con un desparpajo infantil, algo que en el Cortázar de antes resultaba inconcebible. Todas las veces que lo vi, en los años siguientes, siguió sorprendiéndome con ese rejuvenecimiento empecinado. Él, que defendía tanto su intimidad, vivía ahora poco menos que en la calle, al alcance de todo el mundo, y se interesaba en la política, tema que antes le producía alergia. (Yo había intentado presentarle a Juan Goytisolo una vez y me dijo: “Mejor no, es demasiado político”). Incluso, firmaba manifiestos, militaba a favor de Cuba y hablaba de la revolución de manera tan apasionada como ingenua. Su limpieza moral y su decencia eran las mismas, desde luego, pero en cierto modo se había tornado en la antípoda de sí mismo.
Creo que los años que estuvo con Ugné fue sin duda feliz, en el sentido más material de la palabra, y, tal vez por eso mismo, su obra literaria se empobreció, perdió mucho del misterio y la novedad que tenía, y yo siempre he pensado que la ausencia intelectual y sin duda también afectiva de Aurora, explica en buena parte ese empobrecimiento. Por eso me alegró muchísimo saber que años después, cuando estaba ya muy enfermo, había habido entre ellos una reconciliación. Y que ella había quedado como su albacea literaria, encargada de las ediciones de su obra póstuma y de su correspondencia. Como era de prever, Aurora ha cumplido esta tarea con todo el talento, la generosidad y sin duda el intenso amor que profesó siempre por Cortázar.
Luego de la separación, pasaron muchos años sin que volviera a verla, aunque siempre la tuve en la memoria, como una de las personas más lúcidas y finas que he conocido, una de las que hablaba de libros y autores literarios con más delicadeza y versación, dueña de una inconsciente elegancia en todo lo que hacía y decía. El año 1990 la volví a ver, en Deyá. Tenía los cabellos grises pero, en todo lo demás, seguía idéntica a la Aurora de mi memoria. Subía y bajaba las peñas mallorquinas con agilidad y su casita estaba impregnada por doquier con la presencia de Julio; en la salita donde conversábamos había una preciosa foto de él, tocando la trompeta. No sólo su cuerpo había conservado un vigor juvenil; también su mente, su curiosidad, su pasión por los libros, eran jóvenes y contagiosos. Hablamos de Georg Grosz, un pintor expresionista alemán, que yo admiro mucho y que Aurora, por supuesto, conocía al dedillo; de Claribel Alegría, poeta salvadoreña cuya casa parisina estaba siempre abierta a todos los escritores latinoamericanos; de si Flaubert o Balzac describieron mejor el siglo XIX francés.
En el verano del año pasado la vi por última vez, en el Escorial. Raspaba ya los 93 años y oía con dificultad, pero su memoria era notable y, durante la charla pública que celebramos, me maravilló ver la cantidad de episodios, anécdotas, personas que recordaba con sorprendente precisión, además, por supuesto, de los libros, entre los que siempre se movió como por su casa (eran su casa). “¿Por fin te vas a animar a publicar lo que seguramente tienes escrito?”, le pregunté. Su respuesta fue evasiva y, sin embargo, estimulante. “Necesito cinco años”, me dijo, con su vieja sonrisita un poco burlona de costumbre. “Para terminar una biografía de Julio Cortázar”. ¿Lo dijo en serio? ¿Habría comenzado a escribirla? Ojalá fuera así. Nadie podría dar un testimonio más fundado sobre el Cortázar creador de las historias sorprendentes de Bestiario, Final del juego, Historias de Cronopios y de Famas y de Rayuela, la novela que mostró cómo una manera de contar podía ser en sí misma una subyugante historia.
He sabido que en sus últimas disposiciones estableció que fuera incinerada. No podré, pues, llevar unas flores a su tumba la próxima vez que caiga por París. Pero estoy seguro que no le hubiera importado que le dedique en cambio este pequeño homenaje verbal, a ella, tan sensible para detectar en las palabras los aromas y la belleza de las flores más fragantes.

sábado, 15 de noviembre de 2014

El cine: otro campo de batalla

15/Noviembre/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

José Revueltas comenzó su carrera en el cine nacional en 1944, con la adaptación del cuento “El mexicano”, de Jack London, que redactó junto con el propio director de la película, Agustín P. Delgado. En aquel entonces ya había publicado las novelas que le acarrearon la crítica demoledora de Octavio Paz (Los muros de agua, 1941; El luto humano, 1943) y un volumen de relatos (Dios en la tierra, 1944), y desde aquella primera incursión en una industria boyante en apariencia pero agobiada por múltiples problemas como la farragosa obtención de financiamiento; las pugnas gremiales; un star system henchido de vanidad que se inmiscuía en la elaboración de los proyectos, y el nocivo, impune monopolio de los exhibidores (Jenkins, Alarcón y Espinosa), Revueltas se perfilaba como un discípulo avezado de Sergei Eisenstein: los textos teóricos que escribió años después sobre el arte y la estética cinematográfica estaban más que en deuda con las ideas que el creador de El acorazado de Potemkin y Octubre anotó en El sentido del cine, volumen esencial para afinar el instinto cinemático.

De su infatigable colaboración en cine, una buena parte de sus créditos correspondieron a adaptaciones de piezas narrativas o a desarrollos de argumentos originales de sus colegas escritores. Algunos de éstos fueron La diosa arrodillada (1947), basada en un cuento de Ladislao Fodor, que redactó junto con Roberto Gavaldón, Alfredo B. Crevenna y Edmundo Báez, dirigida por Gavaldón y que, por cierto, le acarreó una escaramuza periodística por su hipotético favoritismo por Rosario Granados en perjuicio de María Félix y los “cambios” al original que, según Améndolla, director de la revista Cartel, harían al mismísimo Fodor desconocer su propio relato; Que Dios me perdone (1947), adaptación junto con el director Tito Davison de un argumento de Xavier Villaurrutia; La otra (1947), junto con Roberto Gavaldón, basado en un cuento de Ryan James y por el que obtuvo el Ariel a la mejor adaptación; En la palma de tu mano (1950), adaptación junto con Roberto Gavaldón de un argumento de Luis Spota y dirigido por Gavaldón; La noche avanza (1951), adaptación junto con Roberto Gavaldón y Jesús Cárdenas de un argumento de Luis Spota y dirigido por Gavaldón; La ilusión viaja en tranvía (1953), adaptación junto con Mauricio de la Serna, Luis Alcoriza y Juan de la Cabada de un argumento de De la Serna y dirigido por Luis Buñuel; Sonatas (1950), adaptación junto con Juan Antonio Bardem y Juan de la Cabada de la novela de Ramón María del Valle–Inclán y dirigido por Bardem, y El apando (1975), adaptación de su novela homónima junto con José Agustín y dirigida por Felipe Cazals, película que la muerte ya no le permitió ver realizada.

Asimismo, de entre los trabajos que si llegaron a filmarse nunca se conocieron y otros apuntes que no trascendieron el destino del borrador, Revueltas dejó inconclusa la adaptación de su novela El luto humano, dirigida por él mismo y fotografiada por Manuel Álvarez Bravo, y el corto (recientemente encontrado) de Cuánta será la oscuridad, cuento incluido en Dios en la tierra, dirigido por él mismo y fotografiado, también, por Álvarez Bravo; 25 páginas de Pasión y sangre en la música, argumento original basado en la vida de su hermano, el músico Silvestre Revueltas; 32 páginas de lo que iba a ser la adaptación de El cadáver viviente, la obra que el propio Leon Tolstoi intentó filmar; 7 páginas de la adaptación de Tirano Banderas, novela de Valle–Inclán; el tratamiento cinematográfico de Los albañiles, de Vicente Leñero, y que Fons realizó en 1976 pero apoyado en otro guión, y 14 páginas de lo que iba a ser El jardín de las delicias, basado en su cuento “La palabra sagrada” de Dormir en tierra, entre una ingente cantidad de textos más.

Pero volviendo al punto de partida, aunque José Revueltas elaboró un aparato teórico que coincidía estrechamente con los preceptos de Sergei Eisenstein acerca del guión, el montaje, la construcción dramática y el análisis fílmico (compárense los hilos conductores de El sentido del cine y los ensayos de Revueltas agrupados en El conocimiento cinematográfico y sus problemas), la lógica de la industria le remitía la idea de un oficio burdo, una ocupación que solo demandaba sentido común, ortografía y sintaxis. La verdadera obra de arte derivaba, según sus reflexiones iniciales, de una inspiración que funcionara como “un nuevo vehículo material para expresar al hombre y que el hombre se encuentre”, pues el despropósito latente radicaba en que “el cine tiene que operar sobre una masa enferma, envenenada psicológicamente. Una masa nerviosa por la propaganda de los gobiernos, en tensión constante por los peligros que la acechan, y que va al cinematógrafo, no como una persona aislada puede leer un libro de Balzac, para disfrutar de un goce artístico, sino como un síntoma enfermizo, para liberarse por medio del olvido. Por eso el cinematógrafo capitalista es un compuesto tan banal, frívolo y estúpido” (“Cine y capitalismo”, publicado en El Popular, 11 de abril de 1940).

Y sin embargo, desde aquella primera incursión de 1944 en El mexicano, José Revueltas ya no abandonó el quehacer cinematográfico. Afrontó altercados y caídas, como el célebre episodio en que como secretario general de la Sección de Autores y Adaptadores Cinematográficos, impugnó las maniobras gangsteriles del monopolio de William Jenkins, Gabriel Alarcón (Asociación Nacional de Exhibidores) y Manuel Espinosa (Operadora de Teatros) desde las páginas de la revista Hoy, usos y costumbres político–empresariales de un México que no ha cambiado nada. Recordemos cómo operaba el monopolio: firma de contratos de explotación exclusiva con los distribuidores. El distribuidor no podía alquilar su película a los exhibidores que se encontraran en otras plazas no controladas por el monopolio. Sistema de porcentaje por cuatro días. Luego de este plazo, se establecía un precio fijo y la mayor ganancia era para el exhibidor, quien tenía el derecho de explotar y subdistribuir los filmes durante dieciocho meses. El distribuidor estaba impedido de recurrir a exhibidores independientes bajo amenaza de que las cintas no se “corrieran” en otras latitudes del país bajo control del monopolio.


Ese affaire ocurrió en 1949, Miguel Alemán era presidente. El público prefería las cintas nacionales, lo que garantizaba un jugosísimo negocio en detrimento de las productoras y los distribuidores y aunque el conflicto se resolvió poco después, a Revueltas le costó la renuncia a la secretaría general de la Sección de Autores y Adaptadores Cinematográficos. El cine también fue uno de sus campos de batalla.


La deshumanización que no cesa

15/Noviembre/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

En los recientes homenajes dedicados al centenario de José Revueltas ha emergido una temática que muestra, al tratar de esconderla, el desafío que su obra constituye para los lectores mexicanos contemporáneos. Esta temática surge en buena medida como resultado de la paradójica coincidencia del centenario de Revueltas con el de Octavio Paz, quien ha sido ya objeto de una mayor (algunos dirían desmedida) serie de homenajes que han opacado a nuestro gran novelista de izquierda. Se trata de una retórica escéptica que descalifica la política de Revueltas como anacrónica: ensayos que ejercen diversos malabarismos retóricos para decirnos que su obra literaria es de gran potencia, pero informada por una forma de política radical que ha dejado de ser legítima. Podría argumentarse que si pensamos en Paz y Revueltas como constructores de dos imaginaciones del país en debate, el poeta salió más airoso del siglo XX: eso que llamamos “transición a la democracia” refleja los ideales que Paz expresó en su crítica política. Los movimientos que Revueltas apoyó —y que no siempre lo apoyaban como recuerdan algunos comentaristas no sin cierto goce revisionista— parecen haberse disuelto y los déjà vu puestos sobre la mesa por situaciones como la masacre de los normalistas de Ayotzinapa (en la que resuenan tanto Tlatelolco como Lucio Cabañas) muestran que las batallas que libraba su obra fueron perdidas y deben dirimirse de nuevo. Resulta indiscutible que la ilegibilidad que la obra de Revueltas parece emanar en nuestros días, sobre todo aquella relacionada con la doctrina política, se debe en buena parte a que muchos de sus compañeros de armas en el comunismo fueron parte de una travesía ideológica en la cual los sobrevivientes de la izquierda militante de los setenta emigraron a la izquierda institucionalizada, al centro liberal o a la derecha. Es un proceso que explica esas lecturas cautelosas que vemos hoy de lectores que no pueden quedarse inermes ante el poder literario de El apando pero que interpretan los argumentos sobre el proletariado sin cabeza o la relación entre Marx y el humanismo como poco más que una jerga extemporánea informada por un sueño antiguo y derrotado.

Estas lecturas ignoran la real importancia de Revueltas, autor que no puede ser revisitado con el entusiasmo nostálgico hacia una forma de la izquierda ya vencida, pero tampoco con el goce irredento de sentirse parte de una transición que convenientemente ignora a los desterrados de las fantasías desarrollistas del México actual. La obra de Revueltas sustenta lecciones críticas y políticas que superan los inevitables anacronismos de aquellas ideas que en sus años fueron dogmas, y cuyos estrictos límites ideológicos fueron frecuentemente superados por Revueltas mismo. Es claro que Revueltas excede por mucho los límites intelectuales de eso que se llamaba “marxismo vulgar” y que se fundaba en la repetición acrítica de un vocabulario filosófico cuya sofisticación se difuminaba burocráticamente. Si acaso, la pregunta real de Revueltas no era una cuestión de doxa terminológica, sino de la desesperada necesidad de una ideología y una militancia que dieran cuenta de la enorme deshumanización de la modernidad capitalista que, en el México que habitó entre los cuarenta y los setenta, bajo el nombre de “Revolución” sustentaba políticas basadas en el desarrollo desigual y la exclusión. Desde El luto humano hasta El apando, la narrativa revueltiana fue una puesta en escena de las subjetividades y afectos de aquellos que no pertenecían a los delirios modernizadores del medio siglo mexicano, confrontando ese llamado “milagro” con aquellos que se mantenían en el purgatorio de la inequidad. Esto fue acompañado por un pensamiento político, siempre sin tregua, que se preguntaba sobre las posibilidades de enunciar y de pelear por un humanismo, una dialéctica de la conciencia y un México cuya prueba fundamental era la inclusión precisamente de esos marginales: los presos brutalizados por el sistema penal, los campesinos atrapados por las llamas inclementes de la guerra cristera, los revolucionarios derrotados por el peso implacable de la historia.

Ante el cinismo de aquellos que quisieran que Revueltas dejara de existir, y ante las fantasías de un país para el cual las subjetividades capturadas por su obra son excedentes prescindibles en la vuelta al PRI, Revueltas sigue encontrando lectores que muestran su potencia. Vienen a la mente Bruno Bosteels, cuyo trabajo restituye a Revueltas en una tradición intelectual del marxismo del que parece siempre excluido; José Manuel Mateo y su cuidadoso estudio del mito de Antígona que aparece tanto en Revueltas como en muchas ideologías militantes; Rebecca Janzen y su agudo trabajo sobre la forma en que la religiosidad narrada por Revueltas imagina formas de resistencia a la homogeneización modernizante del Estado; Francisco Ramírez y su enfoque sobre la poderosa polifonía que permite a Revueltas dar voz a los marginados; Rodrigo García de la Sienra y su estudio sobre la cárcel y la distopía y, por supuesto, Evodio Escalante, el precursor de la lectura política de Revueltas. Revueltas no es estrictamente un “raro”, sino un escritor cuya inteligencia política y estética, identificada por todos estos críticos, ha dejado de resonar en el espacio público mexicano en parte porque la pregunta fundamental de Revueltas sobre aquellos sujetos sin representación política a los que buscó otorgar agencia simbólica se ha disuelto en el México de la supuesta transición.

Leer a Revueltas en los días posteriores a Ayotzinapa, y hacerlo en diálogo con los críticos mencionados, es un triste recordatorio de que carecemos de esa literatura interesada en capturar a aquellos que viven en lo que la teoría política actual llama el “Estado de excepción”, despojados de identidad y ciudadanía. No dejo de pensar qué podría decirnos Revueltas o un escritor de su estirpe sobre los migrantes centroamericanos que son secuestrados, extorsionados y asesinados en una tierra sin ley, sobre los jóvenes normalistas que son desaparecidos y desollados ante los ojos de una sociedad que los explica como delincuentes o carne de cañón, sobre los 130 mil muertos y desaparecidos que son números en la imaginación pública, o gente que “se lo buscó”, o cualquier cosa que le permita a nuestro país abdicar de su responsabilidad frente a los cadáveres y a los ausentes.


No sé si Revueltas como escritor sería posible en la época actual, de literatura becada y corporativizada, de criminalización de la protesta pública; si sería posible en este país donde el dogma político ya no se llama proletariado o comunismo ni arriesga el equívoco en nombre de los que menos tienen, sino que recibe nombres como reformas estructurales, democracia electoral, neoliberalismo, y que se ejerce en nombre de la pauperización de los más vulnerables. Sin embargo, hay que decir que si algún sentido tiene leer a Revueltas hoy, recuperarlo, homenajearlo, a él puede accederse solamente a través de la pregunta sobre cómo humanizar a quienes han sido derrotados por la deshumanización neoliberal, cómo darles voz a aquellos que muchos en nuestro país perciben como revoltosos que “se buscaron” ser quemados vivos o a los que estorban con sus luchas y su existencia misma la comodidad de quienes viven obstinadamente en la fantasía de un país moderno que solo los beneficia a ellos. Esa es la pregunta incómoda que nuestra cultura actual es incapaz de contestar, y que hace que Revueltas, cuyo anacronismo es resultado del riesgo que nadie toma hoy de pensar una sociedad para los más excluidos, sea más vigente que cualquier otro escritor, cualquier otra prosa, cualquier otra inteligencia y cualquier otro homenaje.

Entre Marx y una derecha desnuda

15/Noviembre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

En su centenario, lo más vigente de José Revueltas es su posición política: ser una literatura de izquierda. Por ello la crítica literaria mexicana de derecha disimulada repite hasta el cansancio que lo que supuestamente ha envejecido más de Revueltas es su marxismo.

Ese es el alegato del dossier que Letras Libres dedicó a Revueltas en su número pasado. Pero la revitalización del marxismo en la última década y su auge global muestran lo anacrónico de esa escuela de crítica literaria pacentrista.

En Marx and Freud in Latin America, de Bruno Bosteels, publicado por la prestigiosa editorial Verso en 2012 se le dedican dos capítulos a Revueltas. Bosteels muestra lo vigente de las discusiones marxistas de Revueltas, y lo considera afín a Walter Benjamin.
El libro de Bosteels no está exento de la idea de los años noventa del fin del marxismo. Pero, en lo general, el análisis de Bosteels facilita mostrar que en México la crítica literaria tipo Letras Libres sigue viviendo en 1993.

Al pensar a Revueltas en este siglo, surge de inmediato la imposibilidad de separar lo literario de lo político. Revueltas elaboró la que quizá sea la literatura marxista más estéticamente lograda del continente americano en el siglo XX.

Hoy es fácil que compañeros suyos que antes eran de izquierda y hoy son de derecha o, mejor dicho, de la derecha (y por eso ninguno admite jamás ser derechista), retraten a Revueltas como un “personaje” (o, peor aún, un “personajazo”), ya que esa táctica sirve para restar importancia a un autor como Revueltas.

Entonces, ¿cómo leer a Revueltas? La siguiente generación de lectores tiene la oportunidad de leerlo como la represión gubernamental y luego la crítica de derecha (“liberal”) ha evitado: leerlo desde el nudo intenso entre la forma literaria y sus ideas políticas.

Para evitar la lectura despolitizante que está tan instaurada en México, es recomendable que el nuevo lector primero se sumerja en Ensayo sobre un proletariado sin cabeza y Dialéctica de la conciencia y luego siga con la narrativa de Revueltas.

Este orden de lectura hará posible no perder de vista la relación dialéctica —espiral— entre el marxismo y su narrativa. Conocer al Revueltas total y no solo al que la derecha reduce a una tendenciosa biografía krauzeana, en la que a cada supuesta exaltación de Revueltas le sigue alguien opinando de lo equivocado de ser un izquierdista como Revueltas.

Ese nuevo lector seguramente escuchará que los ensayos de Revueltas son pesados o ilegibles; opiniones que, irremediablemente, provienen de críticos que no pueden entenderlos por su falta de lecturas teóricas, aquellas que precisamente Revueltas reelabora.

Contra la tendencia de verlo como una “leyenda” o un anecdotario melodramático, Revueltas espera que se retome su lectura política.

Los años noventa han terminado. Marx ha vuelto. Revueltas nunca se ha ido.

Una narrativa extrema

15/Noviembre/2014
Laberinto
Eduardo Antonio Parra

Para quienes nos consideramos sus lectores, acometer de nuevo cualquier título, o cualquier fragmento de la obra de José Revueltas representa no solo un gusto, sino una puesta al día en lo que se refiere a su pensamiento, a su visión sobre nuestro país y a ese irrepetible universo literario en el que el sufrimiento, la frustración y la injusticia parecen no dejar resquicio alguno a la esperanza que, no obstante, continúa palpitando en el interior de los hombres como una herida abierta. Es un autor cuyas historias duelen al mismo tiempo que deslumbran. El retrato del México subterráneo y marginal que consigue plasmar a través de las palabras con el fin de que sus personajes se desenvuelvan en él es inquietante e incómodo aun en estos días, por lo semejante que resulta con la realidad nacional del momento.

Casi siempre, cuando se regresa a la narrativa del autor, se suelen releer algunos de sus cuentos o la novela El apando, relecturas que nos lo confirman como un indiscutible maestro de las formas breves, equiparable acaso tan solo a ese otro portento que fue Juan Rulfo. Sin embargo, igual que ocurre con otros, cuando un escritor alcanza el centenario de su natalicio muchos de sus seguidores consideramos que el mejor homenaje consiste en volver a sumergirnos en el caudal de sus palabras en una travesía que recorra su producción total. Con el Revueltas pensador, guionista de cine, dramaturgo, cronista de la vida pública, ensayista y teórico la empresa podría parecer imposible, pues los más de veinticinco tomos de sus Obras Completas podrían anular las mejores intenciones. Pero si reducimos el objetivo a sus novelas y relatos —aprovechando que la editorial Era acaba de sacar a la luz una edición conmemorativa de su Narrativa completa en tres volúmenes— el recorrido se vuelve menos largo. Menos largo, no menos arduo. Porque agotar de nuevo el universo novelístico y cuentístico de quien Octavio Paz calificó como “el más puro de los escritores mexicanos” no es un propósito cuyos resultados sean siempre placenteros.

No. La intención de José Revueltas al escribir fue siempre la de sacudir conciencias, y sabía muy bien que para conseguirlo es preciso tocar el cieno con las manos; no el cielo, como otros intentan. Sus relatos cortos y largos están armados con aquello que la gente procura no ver en su vida cotidiana, con lo que hace cerrar los ojos a las buenas conciencias que tanto en su tiempo como en el nuestro abundan por todas partes. Quien abre un libro de narrativa de este autor sabe que se encontrará entre sus páginas con la miseria más desesperante, con la fealdad, con las actitudes humanas siempre reprobadas de labios para afuera pero practicadas de manera oculta por casi todos nosotros, con verdades desagradables, con el egoísmo absoluto de los hombres, con una violencia de tal intensidad que repercute en las entrañas de cualquier lector, con personajes (y narradores) expresando opiniones que la política correcta en boga no podría soportar, con escenas ofensivas para “el buen gusto”. Desde la ya legendaria guerra de mierda que protagonizan los condenados en el interior del barco que los conduce a las Islas Marías en Los muros de agua, hasta las ratas que atacan al preso que se fuga de la cárcel de Belén en Los errores, pasando por las muertes de los niños y el suicidio de una adolescente lesbiana para escapar del castigo en El luto humano y Los días terrenales, los maltratos a los enfermos, las golpizas a las mujeres, la suciedad, la enfermedad y la traición, recorrer estas páginas es semejante a internarse en los recovecos de un túnel lleno de sombras, a pasar revista a un catálogo de la desgracia mexicana; desgracia ubicua, eterna, antigua y actual.

Pero no todo es oscuro. Si lo fuera, no seguiríamos leyendo a un narrador como Revueltas, quien sabía muy bien que para delinear un retrato fiel de los humanos es preciso establecer claroscuros, mostrar también lo luminoso con el fin de que el brillo haga que resalten las sombras. Por ello, desde su primera novela hasta su último libro de relatos nos encontramos asimismo con personajes que parecen ser la bondad encarnada, seres hechos de nobleza y buenas intenciones, ángeles caídos en la Tierra en busca del camino a ese paraíso adonde pretenden conducir a la humanidad. No importa si estos seres celestiales desempeñan actividades como la agitación comunista, la prostitución o incluso el terrorismo político, su objetivo principal es la redención de hombres y mujeres, la transformación del mundo en un lugar habitable y justo para todos. Es decir, en sus relatos José Revueltas pretendía establecer un equilibrio: mostraba lo abominable, sí, pero a la vez intentaba quitarle peso dejando entrever que el ser humano, además de vileza, es capaz de contener altas dosis de grandeza.

Tal vez estos contrastes que imprimía a sus cuentos y novelas, tanto a las situaciones como a los personajes, no hayan sido sino un trasunto de la personalidad del autor y de la existencia que le tocó en suerte. Quienes lo trataron de manera personal afirman que José Revueltas era un hombre atormentado en grado sumo, pero también que su estado de ánimo habitual se decantaba por la alegría, que así como podía luchar sin descanso contra el poder en favor de los humillados y ofendidos sin perder la esperanza de redimirlos en ningún instante, también se dejaba llevar por la depresión y el alcoholismo por largos periodos, que estaba orgulloso de sus convicciones políticas comunistas y al mismo tiempo lo avergonzaba su incapacidad para cumplir como hombre de familia.


No es extraño que de un ser humano así, paradójico hasta el extremo, hayan surgido unas piezas narrativas como las suyas: profundas como pocas se han escrito en este país, bellas y terribles, con una densidad de lenguaje que hace palidecer la obra de muchos poetas, a veces de una fealdad que raya en la hermosura, con personajes en verdad humanos. Piezas que merecen ser revisitadas ahora que existe la oportunidad. Habría que hacerlo.

Sin banderas

15/Noviembre/2014
Laberinto
Armando González Torres

Hace algunas décadas, la posesión de un libro de José Revueltas, deshojado y obsesivamente subrayado, era un distintivo progresista. Hoy, ese carisma ya no funciona; sin embargo, basta hojear sus libros para constatar la elasticidad casi clásica que conserva su narrativa. Con poco más de una decena de novelas y libros de relatos, Revueltas asimiló como nadie las nociones de sufrimiento y expiación. Aunque sus tramas se insertan en las circunstancias de la Revolución mexicana, la guerra entre el poder civil y religioso, la vida obrera y campesina, la militancia comunista y el ámbito carcelario, en realidad constituyen una auténtica fenomenología del suplicio. 

Revueltas crea un universo literario original e irreductible que le permite rebasar la fecha de caducidad de los productos de una corriente literaria y adquirir una vigencia basada en el exceso virtuoso de su prosa y en la corporeidad escalofriante de sus personajes. Porque los hombres del subsuelo, los humillados y ofendidos, los endemoniados de Revueltas resultan seres profusamente reales, que protagonizan una narrativa de pasiones exaltadas y situaciones límite y que se plasman con una huella estrafalaria y violenta en la memoria. La presencia de los marginados, los parias, los freaks, más que un recurso literario, constituye una exploración de las agobiantes semejanzas entre la vida ordinaria y los extremos de fealdad, degradación e ignominia.

No es sutileza narrativa o delectación con el estilo lo que se encuentra en las páginas de Revueltas, sino un naturalismo áspero, plagado de una violencia y una convulsión próximas a lo sublime. Por ejemplo, las peleas brutales, los empalamientos de cristeros, las torturas a los animales (la epifanía de un hombre ante su perro, al que ha castigado hasta arrancarle un ojo y romperle la espalda y que aun así se arrastra para lamer sus pies) o, en otro extremo, la impasibilidad de Fidel, el burócrata comunista, ante el cadáver de su hija Bandera son imágenes pavorosamente concretas que exaltan el sufrimiento físico y mental como una forma de la revelación. Revueltas crea, desde Los muros de agua hasta El apando, un universo carcelario que no se remite únicamente a la prisión, sino a la generación de paisajes opresivos y personajes cautivos, piezas inermes del destino que, sin la grandeza de los héroes, acuden a un sacrificio sin sentido. Desde el encierro vital, desde esa prisión metafísica en la que los hombres reptan en una caverna, Revueltas explora y revela que el hombre es el juguete de un Dios violento y caprichoso.
¿Cómo se concilian las perspectivas de un espíritu trágico y pesimista adscrito a una iglesia política, mesiánica y optimista? ¿Cómo evoluciona y se desenvuelve esta obra escrita entre el ritmo delirante de la militancia marxista, los frecuentes encarcelamientos y los padecimientos personales? Ya desde Los muros de agua, su primera novela publicada en 1941, Revueltas traza la índole de sus atmósferas y sus personajes dilectos: se trata de una novela sobre un grupo de presos políticos en las Islas Marías, en la que, más allá del testimonio descarnado de la vida en la prisión, se explora con agudeza psicológica los caracteres y motivos más profundos y ocultos de la militancia comunista. En 1943 aparece El luto humano, una novela de atroz belleza que narra la muerte por agua de un grupo de campesinos y en la que, desde la seminconciencia de la agonía, se asiste al retrato de personajes memorables como Natividad, el reformista social; Úrsulo, el bastardo perplejo entre su incertidumbre y sus ideales; Adán, el asesino a sueldo; o el anónimo cura cristero, atormentado por la duda sobre su vocación y la realidad del pecado. En 1944, Revueltas publica Dios en la tierra, un libro de relatos oscuros y barrocos cuyo tono y características lo vuelven más un alegato metafísico y religioso que una denuncia política. Sin embargo, el desgarramiento más visible entre su credo político y la humanidad de sus personajes se presenta en Los días terrenales de 1949, esa radiografía del comunismo cuya crudeza le valió la crítica y el aislamiento y lo obligó a una retractación pública. Las novelas de enmienda de Revueltas, de 1956 y 1957, En algún valle de lágrimas y Los motivos de Caín, son más ceñidas a un realismo limpio, aunque, por supuesto, menos ricas y complejas. En 1960, Revueltas publica su libro de relatos más celebrado, Dormir en tierra, en el que depura y perfecciona su galería de personajes. Los errores, de 1964, es otra novela, quizá tardíamente herética, que aborda la vida comunista y los procesos de Moscú y en la que nuevamente la dimensión moral de sus personajes interroga a la profecía. Finalmente, en El apando se perfeccionan los temas revueltianos en una pieza de perfecta crueldad.


No es extraño que en su tiempo esta narrativa de la angustia y el abatimiento, este realismo escasamente edificante (la ambigüedad de las situaciones, la complejidad de sus personajes no facilita la extracción de moralejas), resultara poco aceptable y útil para su militancia. Años después, la narrativa de Revueltas pero, sobre todo, su rebeldía heterodoxa, generaron una corriente de empatía con los protagonistas del 68 y se convirtieron en el emblema de toda una generación de izquierda. Sin embargo, hoy que las causas que hicieron a Revueltas un mito cívico son rebasadas por la realidad (el desencanto ideológico, la anorexia política), sus personajes y situaciones aún tienen el poder de conmover y estremecer pues, con una poesía sorda que resiste descuidos y digresiones, recrean la miseria, el sufrimiento, la pasión y la desesperanza.

El tortuoso camino de la libertad

15/Noviembre/2014
Laberinto
Florence Olivier

Si, como dijo Octavio Paz, José Revueltas es “una figura única y aparte en la literatura mexicana”, se debe a su perenne postura de creador indómito. Escritor y militante marxista a la par, Revueltas no privilegió ninguno de sus dos compromisos sino que los asumió plenamente y no dudó en ser autocrítico y heterodoxo tanto en la creación literaria como en la práctica y el pensamiento político.

El ser militante comunista y escritor de ficción, fiel al partido, mientras pudo, y ambicioso en la verdad novelesca, le deparó no pocas penurias. En varias ocasiones, el camino del escritor tuvo que franquear una “puerta estrecha”, llevándolo a buscar nuevos equilibrios entre sus imperativos morales. Su obra aparece así como una empresa épica de conquista de la libertad frente a los dogmas o a la obligación de no traicionar las verdades impuestas por ideólogos y compañeros de militancia del PCM o del PP.

Desde un inicio inserta a figuras de militantes comunistas en las tramas de sus novelas, confrontándolos con personajes del lumpen o del mundo marginal de hampones y prostitutas. Crea así microcosmos que enseñan con aumento de lupa las lacras y contradicciones de la sociedad postrevolucionaria. En Los muros de agua (1941) unos comunistas presos en el penitenciario de las Islas Marías luchan por conservar una ética militante pese a verse sometidos a un sinfín de pruebas y degradaciones. Crudas escenas de sadismo y escatología muestran a los presos comunes en impotente rebelión. Asoma ya el realismo expresionista de Revueltas aunque se ve sojuzgado por una axiología que distingue entre valores positivos y negativos. El luto humano (1943) pudo leerse como una novela mexicanista, situada en el árido mundo rural donde fracasan la reforma agraria y el desarrollo técnico aportado por el gobierno postrevolucionario. A través del éxodo de nueve personajes que huyen de una inundación se rememoran los conflictos de cada cual, asociados a la revolución o a la guerra cristera. La larga noche de vana fuga se corresponde con los fracasos de la historia revolucionaria y contrarrevolucionaria. Sin embargo, esta novela profusa e inspirada, que hurga en los lastres de la cultura mexicana, implosiona al contagiar la expresión del mito con el anuncio postergado de la historia prometida del comunismo. Pese al vislumbre de luchas futuras, los campesinos terminan en desamparada agonía, acechados por zopilotes. Con Los días terrenales (1949) estalla el conflicto entre el escritor y el militante. La novela denuncia las derivas autoritarias y el sacrificio de la libertad en el seno del PCM, incapaz de analizar la compleja realidad del México postrevolucionario con sus indígenas comunistas y católicos, con sus heroicos desempleados. Gregorio, comunista y artista, reclama ante el dogmático Fidel la posibilidad para el hombre de una conciencia de la libre desdicha gracias al futuro advenimiento del comunismo. Termina torturado en la cárcel tras su detención durante una manifestación suicida que le mandaron encabezar los dirigentes del Partido. A imitación de Cristo, Gregorio acepta su destino y hasta la ausencia de verdad. La novela le valió a Revueltas tal campaña de denigración por parte de sus compañeros del PP y ex compañeros del PCM que optó por retractarse y censurarse, obedeciendo a las “razones de partido”. En 1962, tras su segunda expulsión del Partido Comunista, persevera en la crítica al publicar Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que expone los errores históricos del PCM, declarando su irrealidad. Con la publicación de Los errores en 1964 acaba la rehabilitación de Los días terrenales. Novela negra y urbana, la de 1964 aúna una trama política a una trama policial en el mundo del hampa según un sistema de vasos comunicantes que hace repercutir las fallas de los delincuentes en los errores de los militantes. El error y el horror supremos, sin embargo, proceden de la autotraición de los ideales comunistas por las desviaciones estalinistas en los partidos comunistas del mundo. Con este argumento truculento y filosófico la elección de Revueltas apunta a la recreación de la historia comunista en la década de 1930 como tragedia y como farsa. Negra novela de la alienación, que postula al hombre como ser erróneo, supuso no poco valor de Revueltas para desentrañar las oscuras aporías morales de sus camaradas, cuando no las suyas propias.


En 1969, la publicación de El apando, novela breve y magistral, relato rítmico de un solo aliento, fábula sobre la alienación humana a partir de las tristes hazañas de unos apandados en Lecumberri, cuyos guardianes resultan ser no menos presos, confirma que Revueltas, el habitué de las cárceles, el curtido escritor de la empresa realista, expresionista, filosófica, por fin se halla libre. Ya fuera de la cárcel ideológica, fallece pocos años después, en 1976, joven aún. Tan libremente desdichado como Gregorio.

El estética y el crítico literario

15/Noviembre/2014
Laberinto
Evodio Escalante

Comienzo señalando lo que a primera vista podría considerarse una tara en la constitución anímica de José Revueltas: su incapacidad para responder de frente a las críticas, a veces no solo severas sino malintencionadas, que merecieron él y sus textos literarios. Esta es una constante que no lo abandona nunca. Su primera gran novela, El luto humano (1943), que le acababa de valer un Premio Nacional de Literatura, fue saludada con una reseña de Octavio Paz en la que no solo lo acusaba de torpeza para relatar, de recurrir a un lirismo sin empleo y de empantanar su texto con digresiones y personajes inconsistentes, sino que le negaba al libro su calidad genérica: no era una novela. Revueltas reaccionó, es cierto, pero de modo oblicuo y sin darse personalmente por aludido, con lo que, podría decirse, los ataques quedaron sin contestación. En los años cincuenta sucedió algo todavía peor. Los días terrenales (1949), su siguiente novela, aunque elogiada como una obra de arte por críticos de la talla de Salvador Novo y Alí Chumacero, fue condenada al infierno de la literatura degenerada que inspiraba el decadentismo existencialista por Enrique Ramírez y Ramírez, vocero de la izquierda, quien consideró a su autor como un renegado ideológico que con esta obra filosofante y teñida de misticismo se hacía eco de la propaganda que los periódicos burgueses propalaban contra el sistema socialista. En ese caso, Revueltas no solo se quedó callado, sino que, cimbrado de seguro en lo más íntimo, acabó enviando a Lombardo Toledano y a Ramírez y Ramírez una carta en la que, como si retrocediera a los tiempos oscuros de la Edad Media, entonaba un patético mea culpa, agradecía la crítica científica (sic) que se le acaba de hacer, y se desdecía de tal forma de su novela que anunciaba que la retiraría de la circulación. ¡Tal cual! Por fortuna, esta carta, que exhibe a su autor en el trance de una abjuración lastimosa, no fue publicada en su momento. En franca actitud de repliegue, Revueltas no solo dejaba desamparada a su novela, sino que igualmente nos privó de lo que pudo haber sido un debate de significativas repercusiones dentro de la cultura de la izquierda de aquellos años, tan lastrada por el estalinismo vernáculo.

Con su siguiente novela de madurez, Los errores (1964), sucedió algo semejante. Se la llegó a elogiar pero a menudo con reticencias: su lenguaje era demasiado espeso, la trama resultaba confusa, la caricatura predominaba sobre el retrato y campeaba en ella el resentimiento de alguien que había sido expulsado en dos ocasiones del Partido Comunista. La respuesta del autor, de nuevo muy indirecta, consistió en escribir un ensayo en el que postulaba el audaz concepto de autoanálisis literario. Es la novela misma la que, convertida en una entelequia en el genuino sentido aristotélico del término, se autoanaliza y se justifica a sí misma ante el público lector y la posteridad: José Revueltas como tal no es sino un testigo del que se puede prescindir.

Esta extraña “desaparición” de la figura del autor, que se resuelve por la incapacidad de defender sus textos ante la crítica, y que podría explicarse por las lecturas “cristianas” de su adolescencia (“no respondas al mal con el mal”), en realidad embona muy bien con la compleja idea de despersonalización que parece ser típica de los personajes revueltianos y que el propio Revueltas llega a esgrimir en varios de sus textos. Es como si el autor estuviera convencido de que el individuo como tal es un guarismo insignificante, y que lo que importa no es el yo personal, efímero y falible, sino el destino de la humanidad como un todo. Es la impersonalidad asumida de modo consciente por José Revueltas y convertida, por decirlo así, en mantra existencial, la que deja a la deriva a El luto humano, Los días terrenales y Los errores, textos que, en dado caso, habrán de defenderse solos y sobrevivir si tienen méritos para ello. Por supuesto, han sobrevivido.

La imposibilidad de entablar polémica, que podría parecer un defecto de carácter, se revela de algún modo como una convicción vinculada a la concepción marxista de la historia que sostiene Revueltas. Cuando en su reseña titulada “Una nueva novela mexicana” Paz rompe lanzas contra El luto humano, Revueltas se desentiende de sí mismo y de su novela pues no hay nada en ellos que merezca defenderse en el plano burgués de la individualidad. Asume el reto pero de una manera sesgada e impersonal, como consta en “Réplica sobre la novela: el cascabel al gato”, que se publica apenas una semana después de que apareciera el texto de Paz. En este ensayo poco visible pues los editores de las Obras completas lo insertaron en un libro que se titula Visión del Paricutín (Y otras crónicas y reseñas), Revueltas aporta su propio diagnóstico no solo sobre la novela sino sobre la situación general de las letras en el país. En México se debatirían los siguientes grupos: los helenizantes que nunca arriesgan nada, encabezados por Alfonso Reyes; los europeizantes puros que en el fondo nada quieren saber de lo que sucede en este país, bajo la jefatura de Xavier Villaurrutia; los “revolucionarios” oportunistas que viven a la sombra del presupuesto como Jorge Ferretis y Gregorio López y Fuentes; los ministros y generales literatos, de los que no hace falta hablar; y, por último, los escritores marxistas entre quienes se encuentran Juan de la Cabada, Ermilo Abreu Gómez y su gran amigo el poeta Efraín Huerta.

Revueltas pone por delante un hecho histórico: la novela como género se forma en la época en que surgen los Estados nacionales. La novela es la manera en que la nación toma conciencia de sí y se da una expresión literaria. “La novela en términos muy generales […] es un fenómeno de madurez nacional”. Esta madurez, como es obvio, no depende tanto de la persona del novelista como del mundo al que éste pertenece, el mundo que está obligado a reflejar. Por ello, las fuentes del estilo hay que buscarlas en el pueblo, no en la conciencia ilustrada de los presuntos escritores. En este contexto, Revueltas deja caer una fórmula de oro: lo que debe importar no es “escribir bien”, sino “expresarse bien” como de seguro hizo Cervantes. Los exquisitos no entienden el problema del estilo porque tienen la mira puesta en la eternidad, quieren ser clásicos desde ahora. ¿Qué es un escritor? Revueltas piensa que el escritor es un albañil que aspira a lo perenne. Por eso asegura: “Este es el mal de nuestros escritores, de todos nuestros escritores. En el fondo de cada sollozo de Octavio Paz o de cada lágrima de Neftalí [Beltrán] o de cada suspiro de Pellicer […], hay una aspiración a la inmortalidad”. Si estos escritores se metieran de verdad en el movimiento dialéctico de la vida, se olvidarían de esta pretensión soberbia. En El luto humano, parece dar a entender Revueltas entre líneas: “yo quise atenerme a este movimiento sin pensar en los preceptos de la academia ni en las madréporas de la eternidad. Quise expresarme, y me expresé”.

Habrá de transcurrir poco más de una década para que Revueltas asimile las incriminaciones que se hicieron a Los días terrenales. En los sesenta, como si se recuperara de una larga depresión, Revueltas publica el desafiante Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) y muy poco después en el Fondo de Cultura Económica Los errores (1963), la más ambiciosa de sus novelas, en la que consolida y universaliza su crítica al dogmatismo doctrinario de Stalin y sus seguidores ya no solo en México sino en todo el mundo, con lo que da a entender que aquello que se desplegaba en Los días terrenales conservaba hoy en día toda su validez. Tiene cincuenta años y es, si se lo puede decir, un escritor consagrado. Recibe en 1967 el Premio Xavier Villaurrutia.

De la suerte variopinta de Los errores entre los críticos mexicanos ya anticipé algo renglones atrás. En 1965 Revueltas publica otro libro de madurez: El conocimiento cinematográfico y sus problemas. Todo lo que Revueltas sabe de cine —no se olvide que escribió más de veinte guiones que llegaron a las pantallas— pero igualmente de literatura, de teatro y de pintura, así como de filosofía, cristaliza en este libro que es en realidad una estética del autor. En la edición original de este libro se incluyó, a manera de apéndice, “El autoanálisis literario”, un texto que postula sobre bases hegelianas la autonomía del texto literario. Con la mediación del novelista, pero en realidad prescindiendo de él, el autoanálisis no sería sino “la actitud objetiva que asume el pensamiento ante la tendencia o las tendencias del trabajo que se propone”. El escritor no inventa su texto a partir de la nada, sino obedeciendo (y quizás hasta adivinando) la tendencia que está implícita en sus materiales. Por ello continúa Revueltas: “El autoanálisis literario es el método de que se sirve un escritor, consciente o espontáneamente, para descubrir la determinación de sus materiales, la tendencia de los mismos, antes y en el momento de organizarlo como novela, teatro, cinedrama o poesía”. Al compenetrarse e interiorizarse de esta manera con sus temas y su lenguaje, la subjetividad del escritor deja de ser tal y llega a coincidir con el movimiento mismo de la realidad objetiva, que es adonde se quiere llegar. No ignoro que hay un cierto trasfondo metafísico en esta postura. Según Revueltas la cosa objetiva, la cosa real, se piensa a sí misma como tal en el cerebro del hombre que la ha llegado a pensar, es decir, se piensa a través del cerebro del escritor. En consecuencia, es la realidad objetiva la que se autoanaliza en el proceso mismo de objetivarse como obra literaria. De aquí que Revueltas concluya que la obra terminada es una verdadera entelequia, esto es, un concepto que persigue sus propios fines.


Por ello Revueltas no se siente en la obligación de responder a sus críticos. Él no ha hecho sino obedecer la lógica interna de sus materiales de trabajo, y es el propio autoanálisis de la obra la que habrá de contestar por él. Podemos compartir o no esta concepción de Revueltas, pero no se puede negar su fuerza y su originalidad. La obra literaria es una máquina que arrolla con todo, incluso con su autor. Lo único que lamento en este punto es que la finada Andrea Revueltas y Philippe Cheron, los editores de las Obras completas de Revueltas, a quienes tanto debemos, hayan “desmembrado” varios de los libros que se encargaron de editar. De México: Una democracia bárbara (1958), por ejemplo, excluyeron “Posibilidades y limitaciones del mexicano” para agregar en su lugar varios textos en torno a Vicente Lombardo Toledano. De El conocimiento cinematográfico y sus problemas, expurgaron los ensayos “El autoanálisis literario” y “Libertad del arte y estética mediatizada”, con los que el libro se consolidaba como un volumen que giraba todo él en torno a cuestiones de la estética contemporánea. Como un libro que estaba pensado, para decirlo de otro modo, desde la perspectiva de una filosofía del arte. En su lugar, los editores incluyeron diversos textos sobre cine y otros que documentan de modo circunstancial la lucha que el sindicalista Revueltas emprendió fallidamente contra los detentadores del monopolio de las salas de exhibición en el país. Con ello, y lo lamento, la política desplazó al pensador.