lunes, 13 de octubre de 2014

El flâneur de la memoria: Patrick Modiano, Nobel a prueba de balas

12/Octubre/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

“En 1945, poco después de mi nacimiento —escribe el Premio Nobel de Literatura 2014 en la página 15 de su delgado tomito Éphéméride—, mi padre decide vivir en México. Los pasaportes están listos. Pero, en el último momento, cambia de opinión. Poco le faltó para abandonar Europa después de la guerra. Treinta años más tarde fue a morir a Suiza, país neutral. Mientras tanto, se desplazó mucho: Canadá, Guyana, África ecuatorial, Colombia… Lo que buscó en vano fue El Dorado”.

De haber llegado a nuestro país, Patrick Modiano seguramente habría perdido toda posibilidad de volverse escritor, quizá se habría convertido en comerciante, hombre de negocios o al menos en gerente de alguna tienda, a la sombra paterna. Aunque, como bien lo explica hacia el final del primer párrafo de Un pedigree (Un pedigrí), su autobiografía hasta el vigesimoprimer año de su vida publicada en 2005, jamás sintió ser un hijo legítimo de su padre ni su heredero.

La historia de vida de Modiano está sellada por ese vínculo roto, por esa relación inexistente con un padre que, en realidad, jamás estuvo como tal ante él y que representó, por otra parte, su más compleja y desgarradora relación con los orígenes: el progenitor fue un judío que vivió la clandestinidad forzada de los años antisemitas del gobierno de Vichy y de la ocupación alemana de Francia como una oportunidad para conducir su existencia fuera de la ley, de manera delincuencial, no lejana a lo gangsteril. Para llevar una vida múltiple, hecha de simulaciones y falsías, que le permitieron ser un nómada no sólo como viajero entre geografías distantes sino también vivir como alguien inasible, escurridizo, lo mismo una persona que otra, sin identidad fija. “Soy un perro que parece necesitar un pedigrí. Mi madre y mi padre no se vinculaban a ningún medio bien definido”, escribe Modiano en la obra antes citada.

¿El pasado en realidad es un “país remoto donde las cosas se hacen de otra manera”?

Un pedigrí, aparecida ya cuando la canonización literaria había convertido a su autor en una referencia internacional de las letras francesas, pone en evidencia uno de los ejes del “método Modiano”, si podemos llamarlo así: él construye una “historia”, un relato, a partir de la investigación de una genealogía, ficticia o real, verticalmente cronológica o zigzagueantemente asociativa, para rescatar los posibles pasados, las posibles memorias de sus personajes. La semblanza de su abuelo, extraída de la obra citada, es un gran ejemplo: “Era originario de Salónica y pertenecía a una familia judía de Toscana establecida en el Imperio Otomano. Primos en Londres, en Alejandría, en Milán, en Budapest. Cuatro primos de mi padre, Carlo, Grazia, Giacomo y su mujer Mary serán asesinados por las SS en Italia, en Arona, en el lago Maggiore, en septiembre de 1943. Mi abuelo abandonó Salónica en su infancia para ir a Alejandría. Pero al cabo de unos años partió para Venezuela. Creo que había roto con sus orígenes y su familia. […] Tenía un pasaporte español y, hasta su muerte, quedará inscrito en el Consulado de España en París, mientras que sus antepasados estaban bajo la protección de los consulados de Francia, de Inglaterra, y además de Austria, en calidad de ‘ciudadanos toscanos’”.

De los grandes escritores occidentales del siglo XX que tienen a la memoria como una de sus materias primas, Modiano se distingue por su apego a la certidumbre de los hechos documentables como base para darle sustento parcial a personajes y tramas. En sus libros no hay una idealización de las cosas pretéritas tal-y-como-pudieron-ser. No hay nostalgia de la nostalgia ni evocaciones idílicas de tiempos suspendidos. Modiano está lejos de L. P. Hartley, Harold Pinter, Fred Uhlman, José Emilio Pacheco. Para el francés el pasado no necesariamente es “un país remoto donde las cosas se hacen de otra manera” (Hartley), sino que es una dimensión desconocida donde nadie es quien dice ser, cada quien tiene las identidades que le place o que necesita, las desapariciones son más comunes que las epifanías y la asincronía se produce no tanto a consecuencia de la simbiosis entre diversos tiempos históricos que se fusionan en un momento preciso, sino por la brutalidad con que uno de esos tiempos se ha impuesto sobre el otro, lo ocupa, anula y casi termina por hacerlo desaparecer.

Vidas reales que parecen imaginarias

Los mejores libros de Modiano logran combinar la pulsión de la pesquisa histórica, genealógica o reporteril con la sutileza de una prosa envolvente, trabajada con extremo cuidado, en la que es común encontrar una estructura que no puedo designar sino fragmentaria, como en el caso de La place de l’étoile (El lugar de la estrella), libro publicado en 1968 bajo el padrinazgo de Raymond Queneau. Notable primera novela, desde sus páginas iniciales presentaba una situación inquietante: el narrador, quien durante buena parte de su relato tiende un intenso monólogo, es un digno heredero de Otto Weininger. Es un escritor judío, aspirante a la genialidad; es un reaccionario, es un antisemita.

Durante una estancia en un hotel, coincide durante la hora del almuerzo en repetidas ocasiones con un hombre calvo de ojos abrasadores. Se trata del escritor francés de origen judío y luego converso católico Maurice Sachs, autor de París canalla, tratante de personas (judíos a quienes engañaba prometiéndoles salvoconductos para quitarles sus fortunas), muy probable informante de la Gestapo y quien en la vida real desapareció en 1945 en circunstancias aún no aclaradas, pero quien se supone fue encarcelado en el campo de Fuhlsbüttel, donde habría sido asesinado por otros reclusos y luego comido por los perros.

En La place de l’étoile, Sachs ha sobrevivido y es librero en Ginebra. El narrador de la novela, Raphaël Schlemilovitch, es en parte su trasunto, como va quedándole claro al lector a medida que cursa aquellas páginas incómodas. De tal modo, estamos ante un juego de espejos múltiples, pues Schlemilovitch también es trasunto parcial del propio autor. Tiene ascendencia venezolana y nació, como Modiano, en Boulogne-Billancourt. Schlemilovitch es tan canalla como Sachs, es un proxeneta y se imagina en llegar un día a ser el mayor escritor judío y el único importante durante el III Reich. El Judío Indispensable, como lo frasea Modiano. Como Sachs, aparecerán muchos otros personajes reales que parecen ficticios de la época de la ocupación, y sus biografías, entrecruzadas con las ficciones de Modiano, forman uno de los mosaicos novelísticos más peculiares de la literatura francesa.

En busca de la memoria perdida

La mayoría de los numerosos estudios académicos sobre la obra de Patrick Modiano la abordan, como resulta previsible, a partir del tema de la identidad, con énfasis en la identidad judía en la Francia previa a la Segunda Guerra, durante la ocupación alemana y en los primeros años de la postguerra. Pero Modiano no sólo se ocupa de aquellos quienes resistieron en la clandestinidad o el ocultamiento, a través del cambio de personalidad o mediante la conversión religiosa o ideológica, sino de la identidad de toda la sociedad francesa, que durante los oscuros años de la deriva fascista, como la ha nombrado con cierta benevolencia el historiador Philippe Burrin, se prestó a un juego de duplicidades, connivencias y omisiones voluntarias.

Toda vez que el instrumento narrativo de los libros de Modiano es por lo general una investigación, al hoy Premio Nobel le ha resultado muy natural dotar a sus novelas con la electricidad de la novela policiaca. Así sucede con Rue des Boutiques Obscures (traducida alternativamente como Calle de las bodegas oscuras o como La calle de las tiendas oscuras), libro por el cual obtuvo el muy codiciado Premio Goncourt ya en 1978 y cuya trama protagoniza Guy Roland, agente de policía privado, que investiga el paradero de un personaje desaparecido hace largo tiempo. Durante sus indagaciones, el lector se pregunta si el principal objeto de la búsqueda no será el mismo Roland, quien parece estar recuperando la memoria después de años de amnesia. Como sucede en algunas novelas de escritores centroeuropeos como Leo Perutz y Alexander Lernet-Holenia, Roland lo que recobra son sólo fragmentos de la vida de aquel hombre con los cuales termina por infatuarse.

Otro ejemplo magnífico de que la búsqueda de la memoria en Modiano no es sólo individual es Quartier perdu (Barrio perdido), en el que el escritor de novelas policiacas Ambrose Guise llega a París a una cita de negocios con su agente literario y descubre una ciudad fantasmagórica. Hallazgo que, de una u otra manera, lo impulsa a preguntarse por ciertos misterios de su pasado, cuando era francés y se llamaba Jean Dekker. En esa Ciudad Luz en la penumbra no sólo ha desaparecido parte importante de su biografía, sino todo un cuadrante del pasado. Para recuperarlo, Guise, una de los caracteres más enigmáticos de Modiano, se convierte, como su creador, en flâneur de la memoria.

Un centroeuropeo que escribe en francés

Cuando el novelista Jean Marie G. Le Clézio obtuvo el Premio Nobel en 2008, el escritor y traductor austriaco Leopold Federmair, gran conocedor de las literaturas francesa y mexicana, hizo un apunte muy singular: por su profunda familiaridad con nuestra cultura, Le Clézio podía ser considerado como un autor mexicano que escribiera su obra en francés.

Por los temas de sus libros, el tratamiento que ha escogido para desplegarlos, por el valor de atreverse, en solitario, a intentar el ajuste de cuentas con el pasado fascista y filonazi que la sociedad francesa nunca emprendió, Patrick Modiano está muy cerca de los escritores centroeuropeos que se han ocupado del Holocausto. No creo que sea una exageración afirmar que él, en buena medida, es un autor judío centroeuropeo que ha escrito una de las obras literarias más legibles y perdurables de la lengua francesa. Un Premio Nobel a prueba de balas.

sábado, 11 de octubre de 2014

Otro golpe de los infras

11/Octubre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

El infrarrealismo sigue reinventándose. Perros habitados por las voces del desierto (Aldus, 2014) parece ser solo una antología de poesía infra, editada por Rubén Medina. Pero es algo más.

Sigo pensando que hubo varios infrarrealismos. Con el tiempo esta interpretación será entendida. Un error del libro de Medina es no ver que, por ejemplo, excluir a José Vicente Anaya de esta antología es incongruente.

Es incongruente porque, como Medina dice, Anaya “es uno de los fundadores del infrarrealismo” y porque Medina define al infrarrealismo por su nomadismo pero excluye a Anaya del infrarrealismo ¡por nómada!

Bajo ese criterio, el propio Bolaño tampoco debería ser considerado infrarrealista.

Pero no quiero concentrarme en esta discrepancia que tengo con el libro de Medina; más bien quiero enfatizar que me parece que Perros habitados es una de las obras literarias más importantes publicadas en México en esta época.

Lo más innovador de la poesía mexicana ya no va a venir necesariamente de los “jóvenes” impulsados por el cuasi-mercado, las redes sociales (los selfies asociados) y el Gobierno Compra-Cultos sino de una radical relectura del pasado, de un insurgencia del archivo.  

Los libros más innovadores hechos por un escritor nacido en México que se están publicando en este momento no son de ningún escritor “joven” o “nuevo” sino los de Ulises Carrión, que los escribió hace décadas y la “tradición” decidió ignorar por completo. Algo similar sucede con el infrarrealismo.

Bolaño reabrió el archivo en 1998. Los letrados mexicanos aún no se lo perdonan.
Anaya ha insistido en su propia visión del infrarrealismo —crítica al bolañocentrismo— y ahora Medina nos entrega otra (re)definición, haciendo un amplio muestrario poético del infrarrealismo. 

Su visión es distinta a la de Anaya y Bolaño, insisto.

De este libro quiero celebrar especialmente el largo prólogo de Medina. Se trata de un retro-manifiesto infrarrealista estupendo.

Ese texto es uno de los ensayos más completos que haya escrito un poeta mexicano en los últimos cuarenta años; su combinación de lenguaje urbano y teórico, testimonio y crítica literaria lo pone aparte. 

La literatura mexicana actual es fresa y, por ende, sorda. No podrá aceptar que este largo ensayo de Medina es más innovador, más contemporáneo, que lo que están escribiendo los supuestos “nuevos” poetas mexicanos.

Las compuertas reventaron. El control “republicano” se debilitó. Las reglas habituales están dejando de operar. Una serie de accidentes movieron todo. Y los más jóvenes ahora son los más rancios.

Lean el ensayo de Medina en Perros habitados por las voces del desierto. Ese ensayo es una excelente jugada de ajedrez realizada con un trompo, bajado de una máquina del tiempo chilango-chicana.

Sospecho que vienen en camino otros Ovnis.
 

Modiano: el pasado como cátedra

11/Octubre/2014
Milenio
Ariel González Jiménez

Hizo bien la Academia Sueca en no complicarse con criterios regionalistas y/o de género al momento de elegir a Patrick Modiano como ganador del Premio Nobel de Literatura 2014. Pudo razonar que apenas hace seis años otro escritor francés, Jean-Marie Gustave Le Clézio, lo había obtenido, y que quizás hacerlo recaer en un paisano suyo provocaría más de una polémica. También podría haberse impuesto la idea de que Modiano no participa de la política ni abraza una causa justa o correcta de las muchas que conmueven a una parte de los notables suecos (de hecho, a Modiano le parece que la política “es peligrosa para un escritor. La política no es más que una torpe simplificación de las cosas. El escritor trabaja justamente de la forma opuesta; trata de mostrar lo oculto, la complejidad”).
Pudo eso y pudo lo otro. Pero no lo hizo y todos debemos estar agradecidos porque distinguió a un escritor de pura cepa a quien apadrinó en su juventud Raymond Queneau, un adorador de las ciencias del cual recibió también lecciones de geometría.
Es curioso que Modiano haya precisado de cátedra en esa materia, puesto que el problema medular de su literatura está lejos de ser el espacio: París lo es todo y cualquier otra ciudad o país son solo puntos de referencia en una obra cuya preocupación es el tiempo y cómo nos instalamos frente a él. Pero no cualquier tiempo: no el futuro, inasible siempre, sino lo pretérito, arraigado e inamovible. La inquietud de sus personajes, desde El lugar de la estrella, primera novela de la Trilogía de la ocupación (Anagrama), a la que siguieron La ronda nocturna y hasta Los paseos de circunvalación, es el pasado. El pasado que vuelve, que nunca se va; el pasado que buscamos explicar para saber quiénes somos. El pasado como cátedra nunca aprobada.
Tal es la desesperación de Guy Roland, el personaje de Calle de las tiendas oscuras (Anagrama), la novela que le valió el Premio Goncourt en los años setenta y que pudimos leer y recomendar en México en 2009 (por mi parte, la incluí entre los mejores 15 libros del año, el listado que hemos venido haciendo para el programa de televisión del mismo nombre que conduce Carlos Puig en MILENIO TV). Guy es un detective, pero no uno cualquiera. Sus pesquisas son en torno de sí mismo; y no se crea que sobre un problema menor: lo que busca nuestro personaje es saber quién es, de dónde viene. En su caso es porque ha perdido por completo la memoria, pero no deja de transmitirnos una angustia frente al pasado que no requiere de amnesia alguna para ser vivida.
El enigma de la vida se construye con todos esos tramos que hemos olvidado o que permanecen inexplicados. Y si bien lo vemos, no son pocos. Hay un momento en que el personaje lo enuncia claramente: solo somos nuestro pasado. Y al no tenerlo, es obvio que su vida es una sombra sin registro; debe buscar obsesivamente su origen, los hechos que lo pusieron en esas calles de París por las que deambula sin saber nada de sí, pero reconociendo cómo los demás, sin amnesia aparente, también han perdido muchos detalles trascendentes de su vida. ¿Cuándo los buscarán? ¿Quién los recordará en un mundo en el que todos nuestros recuerdos tienden a ser volátiles?
La metáfora de esta novela concentra y resume toda su novelística. De su trilogía sobre la ocupación de París, dijo alguna vez que las dos novelas que le siguieron a El lugar de la estrella no eran sino la reescritura, con diferentes ángulos, de ésta; y en otra parte aclaró: “No es la ocupación histórica la que describo en mis tres primeras novelas, es la luz incierta de mis orígenes. Ese ambiente donde todo se derrumba, donde todo vacila...”.
Mirando hacia Francia, la Academia sueca hubiera podido optar también, perfectamente, por Pascal Quignard o Pierre Michon, ambos desde hace tiempo aspirantes naturales al Nobel, quizás más conocidos en otras latitudes (definitivamente Quignard es más popular por su Todas las mañanas del mundo, llevada exitosamente al cine; mientras que la complejidad de Michon lo mantiene entre públicos más selectos). Pero de alguna forma Modiano los representa y llama la atención sobre sus obras, toda vez que forman parte de su generación y de la misma reivindicación, plena y absoluta, de la literatura. 

jueves, 9 de octubre de 2014

Revueltas y los bajos fondos

Octubre/2014
Nexos
Edith Negrín 

“Que el hombre propende a edificar y trazar caminos, es indiscutible —dice el protagonista de El subsuelo—. Pero ¿por qué se perece también hasta la locura por la destrucción y el caos?… ¿No será porque sienta un terror instintivo a llegar al término de la obra sin rematar el edificio?”. Dostoievski aquí es radical, hiperbólico —tal vez demoniaco— y lleno de una desmesurada voluntad del propio aniquilamiento. “¿Quién sabe —agrega—si el fin a que la humanidad propende, consistirá tan sólo en ese incesante esfuerzo por llegar?”.
¿Incesante esfuerzo ha dicho? […]. Sí, puede responder Dostoievski: os llamo a ser parte prodigiosa del infinito.
—José Revueltas, Las evocaciones requeridas

Buena parte de la narrativa mexicana del siglo XX se refiere a los de abajo, a los vencidos, a los ofendidos y humillados. Pero ningún autor ha ofrecido una crónica tan completa, tan compleja y con tan alto nivel literario de los bajos fondos en el México vigesémico como José Revueltas.
Sus narraciones indagan en profundidad sobre la condición humana; por lo que hace a la visión del mundo, desde el materialismo histórico y dialéctico asumido en su juventud; en cuanto a la literatura, desde el realismo crítico que él, buscando una alternativa al realismo socialista, transforma en una teorización sobre el “lado moridor” de la realidad.
Leídas en un orden cronológico, sus novelas documentan una travesía hacia el desencanto, la degradación social, la deshumanización. Trayectoria vinculada con su decepcionante peregrinaje por diversas organizaciones de la izquierda mexicana. Vistas como simultáneas, las novelas dialogan entre sí, proponen constantes e interrogaciones no solucionadas. Son un panorama de lo oculto, de lo no dicho, de lo omitido o borrado por la cultura oficial, incluyendo la cultura de la oposición.
Los bajos fondos de Revueltas, de tradición en su amada literatura rusa, en Gorki, y sobre todo en Dostoievski, connotan y enlazan elementos de diversa índole. Los espacios urbanos, tanto como los cuerpos y sus funciones, simbolizan las circunstancias político-sociales, la condición humana, nuestros abismos interiores.
Un poco como en la cita de las Memorias del subsuelo elegida por el autor, la narrativa revueltiana es una exploración en lo subrepticio, en un esfuerzo incesante por trazar, o más bien por descubrir, un camino, siempre tanteando al borde de la desesperación y con el pánico de arribar tal vez no al infinito sino a una nada existencial como la que menciona con frecuencia en sus ficciones.
Si los bajos fondos son esos submundos marginales generados por el supuesto progreso y la injusta distribución de la riqueza al expandirse las ciudades, empezaríamos por situar a José Revueltas como uno de los grandes narradores urbanos en nuestra literatura.
Su primer cuento publicado, Foreign Club (1938), relata un enfrentamiento entre taxistas en huelga y las fuerzas de la represión, la policía, los bomberos, los soldados, en un contexto netamente capitalino. Si bien la acción de Los muros de agua (1941) se ubica en una prisión de las Islas Marías, el trayecto de los prisioneros, una sucesión de vehículos clausurados, se inicia en la capital.
En El luto humano (1943) ese mural del fracaso de los proyectos agrarios del sistema político de la Revolución, seguimos en su huida al personaje Calixto, guerrillero villista que hurta un puñado de joyas en el asalto a una hacienda del antiguo régimen. A través de la mirada del ingenuo campesino, que en la metrópoli es despojado de sus alhajas y su futuro, el narrador presenta una travesía que podría ser asimismo una metáfora de la novela de la Revolución: “de pronto cesa el campo y un empeño de ciudad nutrida de chiquillos ventrudos, patios, postes, barro, tendederos, mendigos, sobreviene […]. ¡Esa era la ciudad de México, polvorienta, de pequeños edificios y rectas calles, con sus cocheros desgarbados y sus vertiginosos, insensatos, automóviles Ford!”. Ese horizonte que asombra a Calixto va a ser, en buena medida, el del autor en sus siguientes novelas: el polvo y el barro de la miseria, junto con el vértigo de la industrialización representado indiscutiblemente por los autos.
Sin embargo, es en Los días terrenales (1949) que los personajes se mueven casi todo el tiempo en la ambientación metropolitana. En términos generales toda la espacialidad de la narrativa de Revueltas lleva el sello de la etapa clandestina del Partido Comunista Mexicano, articulando un formidable caleidoscopio temático de ocultamientos, prohibiciones y conjeturas. Pero son sus novelas políticas, Los días terrenales, Los errores (1964) e incluso El apando (1969), las que llevan esta impronta a su máximo límite. Las tres son novelas citadinas.
En Los días terrenales algunos de los personajes, además de plenamente urbanos, habitantes representativos de la capital, son cosmopolitas, en tanto están conectados al mundo por flujos de ideas que rebasan fronteras geográficas y culturales, como apunta José Manuel Mateo. Los activistas políticos que protagonizan la trama norman su conducta por los lineamientos de la Unión Soviética, de acuerdo al desarrollo del comunismo internacional. En Los errores se amplía este cosmopolitismo, e incluso alguna escena ocurre en Moscú.
Pero la óptica del autor recorta siempre determinados espacios de las urbes, los ámbitos de la marginalidad: las zonas habitadas o deambuladas en su mayor parte por menesterosos y delincuentes, tanto como por los militantes comunistas; el sitio marginal más extremo, la cárcel.
En Los días terrenales, rubro bajo el que el escritor de Durango deseaba ubicar toda su novelística, desde la alucinante escena inicial, queda claro que los indígenas sólo pueden recuperar tanto la dignidad de su condición humana, como la magia de sus rituales, fuera de las zonas urbanizadas. Dentro, corren el riesgo de ser devorados por los bajos fondos.
Un sitio fundamental en la novela es la pobre vivienda que funciona como “oficina ilegal” del partido, y también como morada de los comunistas, el dirigente Fidel y su compañera Julia. Ahí, al inicio de la trama se mezclan las conversaciones, siempre veladas por el temor a la vigilancia policiaca, sobre las actividades políticas inmediatas con el olor deletéreo del cuerpo de la hija de 10 meses de la pareja, llamada Bandera, que acaba de fallecer por desnutrición.
Se trata de un cuarto “estrecho, pobre, mal ventilado y frío”, alumbrado con velas y con un humilde brasero para calentar el café, donde la sordidez de las paredes se disimula por las promesas de la esperanza, retratos de Lenin y Flores Magón, así como un viejo cartel que el dirigente había traído de la Unión Soviética y representaba el asalto al Palacio de Invierno en 1917.
Uno de los comunistas jóvenes, Rosendo, en misión activista después de haber dejado a Julia y a Fidel, evoca cómo este último prefirió dedicar el dinero destinado al entierro de su hija, a los envíos del periódico del partido. Fascinado con el gesto, piensa que hasta aquel mismo “cuarto, sucio, pobre, se había convertido en el símbolo del ideal, en la representación del desinterés y el sacrificio con los que era necesario recorrer el áspero y tormentoso camino de la lucha revolucionaria”. Pero para el narrador de la novela, y para algunos de los personajes portavoces del autor, la habitación estrecha, pobre, mal ventilada y fría, es un espejo de Fidel, esclavo de lo que considera la ortodoxia comunista. El insensible líder es el prototipo de los comunistas dogmáticos que Revueltas rechazaba, como se ha dicho muchas veces en diversos análisis de la novela.
La crítica a los comunistas sectarios y dogmáticos, a la dirección del partido y a quienes obedecían sus instrucciones sin reflexionar, seguros de poseer la verdad histórica, ocasionó una respuesta de repudio a Revueltas por una gran parte de sus compañeros, respuesta que ha sido documentada por la crítica.
Dos personajes opuestos, Fidel y Julia, hacen explícita una de las concepciones fundamentales del autor sobre la realidad, más allá de lo anecdótico; hay palabras o pequeños actos que son indicios de un estrato interior de los seres humanos o las situaciones, como un sistema de catacumbas, esos recintos de culto y cementerio. Así, el militante ejemplar percibe “signos ocultos”, “señales externas” debajo de las cuales “se advertirían los pasadizos secretos de un abrumador sistema de catacumbas del alma lleno de las más verdaderas e inquietantes revelaciones”.
Queda claro que el presentimiento va más allá del personaje, pues a propósito de Julia el narrador reitera la misma idea. El dirigente se refiere con desprecio a Gregorio, el militante humanista, sensible y lleno de incertidumbres con el cual se identifica el autor, afirmando: “está equivocado en forma absoluta”. Al escuchar estas palabras de su esposo, Julia siente “un estremecimiento breve y frío”:
el sistema general de catacumbas. El laberinto. Los pasadizos secretos. Pues Fidel no expresaba con aquella frase lo que quería decir […]. Era en su actitud  […], en ese destello empobrecido de sus ojos donde se adivinaba, tenebrosamente oculto, un mensaje cifrado, una híbrida cosmogonía de sentimientos e incitaciones de cuyos oscuros símbolos el idioma no podría dar sino una versión opuesta y lejana.
Uno de los pasajes más significativos de Los días terrenales es la caminata por las calles del centro histórico de los militantes Bautista y Rosendo en una madrugada urbana, para fijar en las paredes la propaganda del ilegal Partido Comunista: “los rodeaba la negra ciudad sin límites”. Carentes de referencias. Sin brújula, sin “estrella polar alguna” se sienten en “una ciudad submarina” que es a la vez “una placenta enemiga”.
Como ocurre casi siempre a los personajes revueltianos, la vivencia del momento combina las intuiciones sagradas, la inefabilidad cosmogónica, con las pruebas de su terrenalidad, de su calidad de seres hechos de una materia que se descompone. Ambos jóvenes comparten una percepción que el narrador califica de mágica: “la convivencia de sucesos ocurridos hace cuatro siglos con cosas existentes hoy”. Perciben la presencia de los volcanes, la de la “Tenochtitlán prehispánica”; “voces que venían desde Tlatelolco, donde Zumárraga edificó el Colegio de los Indios Nobles, se escuchaban a más de dos o tres kilómetros, en la plaza donde los acróbatas de Moctezuma hacían el juego de El Volador; lamentos y silbatos y silbatos provenientes de Popotla y Azcapotzalco”. Algunos apuntes prefiguran la ciudad inventada por Carlos Fuentes:
No importaba que los ruidos de Tlatelolco y Nonoalco fuesen el aletear, como rojo pájaro ciego, de las respiración fatigada de alguna locomotora, o el ardiente ir transmutando la materia de los alimentadores de los altos hornos de la Consolidada; ni que ese largo sollozo de Azcapotzalco se transformara en la sirena de la refinería: eran también el rumor de los antiguos tianguis, el canto de los sacerdotes en los sacrificios y el patético batir de remotos teponaxtles.
Sin embargo, la magia pronto se desintegra ante la presencia de uno de los enormes basureros de la ciudad, “lleno de trapos, de algodones sucios, de botes viejos y de hojas de lata, encima de cuya inverosímil podredumbre y miseria vivían algunas espantosas gentes, algunos seres absolutamente no humanos, pero vivos y terribles”.
Los errores es la novela que el autor publicó después de un silencio de siete años, por lo que hace a los textos de ficción. Como es sabido, las críticas de sus correligionarios a Los días terrenales desataron en él un profundo y triste proceso de revisión de sus presupuestos estéticos, para hacerlos concordar con los políticos. Entre ambas novelas, el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956), en el que Nikita Jrushov condenó la política de Stalin, abrió una fase de autocrítica y renovación en los partidos comunistas de muchos países. De ahí que Revueltas considerara atinado reiterar sus críticas a cierto tipo de militantes ahora identificados como estalinistas. La caracterización que de ellos hace el escritor en Los días terrenales, en Los errores ya no se refiere sólo a México sino a la URSS.
Si Los días terrenales alcanza uno de sus momentos culminantes en la escena del basurero, Los errores va más allá. Como si todo lo existente sobre la superficie de la tierra no bastara para significar el descenso al cual pueden llegar los seres humanos, uno de los personajes protagónicos, Olegario, para escapar de la cárcel tiene que pasar por los albañales. El narrador describe en detalle los desperdicios de la comida, era como:
un puerto donde se había declarado la peste, sucio hasta la locura, donde todos los habitantes estaban muertos dentro de sus casas y hedían, transmitían a la atmósfera un aire orgánico nuevo, de gases descompuestos por la materia podrida, por todo lo que del cuerpo sobrevive tercamente, intestinos, vísceras, mucosas, cartílagos, un espantoso aroma embriagador, que entraba en la nariz como un alimento agrio, macerado por toda clase de secreciones envejecidas y pegajosas.
Olegario recuerda, en una conversación con Emilio Padilla, en Moscú, el acoso de las ratas. Su interlocutor compara el caño del drenaje con la burocracia soviética:
un caño de agua sucia, como el tuyo. El paraíso de las ratas. Los burócratas por todas partes, incoloros, diligentes, siempre dispuestos a enardecerse hasta la ignominia y el crimen, llevados de un falso celo dogmático, de una ortodoxia fingida, tan sólo en busca de las pequeñas comodidades y de las condecoraciones. Entretanto, los verdaderos comunistas callan, sombríos y con los dientes apretados.
Sin duda Padilla, inspirado en el militante mexicano Evelio Vadillo, que estuvo por años prisionero en la URSS, presumiblemente en una etapa posterior a la escena recreada, expresa la posición de un Revueltas dispuesto a decirlo todo, ya sin tapujos, independientemente de las reacciones.
El sitio límite de los bajos fondos es la cárcel. Desde Los muros de agua, hasta El apando, y algunos de los relatos, la narrativa de Revueltas recrea los numerosos presidios que conoció, el reformatorio juvenil, las Islas Marías, el penal de Lecumberri, por citar los principales. Puesto que éste es uno de los aspectos más analizados por la crítica, no me detengo en comentarlo. Sólo reitero que ése es el espacio donde coinciden los delincuentes y los disidentes, y recuerdo que en El apando la prisión lo ha invadido todo; salvo los visitantes, el exterior apenas existe. No hay encarcelados por sus ideas o por su activismo. Sólo quedan los comunes, los asesinos, los rateros, los drogadictos. Tampoco hay fugas ni intentos, sino una resignación absoluta a la fatalidad por parte de los seres humanos. No se trata de una narración explícitamente política, como las novelas precedentes. Sin embargo, la circunstancia de su escritura, la cárcel de Lecumberri donde el autor estuvo prisionero después del movimiento del 68, la cerrazón que preside el ritmo narrativo, carente de pausas, e incluso la tipografía, acendran la simbólica sugerencia política. Como a los prisioneros insurrectos, la represión ha vencido la disidencia en el país, no existe más que “aquella ciudad y aquellas calles con rejas, estas barras multiplicadas por todas partes, estos rincones”.
En el universo narrativo revueltiano el cuerpo es, en cada novela, más degradado. Por una parte, han sido desterrados, casi por completo, el placer sexual y la procreación. En El luto humano la única mujer que parece estar encinta es “la Calixta”, pero su embarazo es una parodia, en realidad tiene hidropesía. En El apando la madre de El Carajo es una mujer envilecida, que se presta a meter a la cárcel la droga en su vagina. Al final, El Carajo parece darse a luz a sí mismo.
Si en las primeras novelas pueden rastrearse sentimientos amorosos, en el universo de El apando ya no hay sentimientos positivos y apenas una parodia del placer sexual, representado por el deseo insatisfecho de varios personajes y los movimientos obscenos que adquiere el tatuaje de uno de ellos con el movimiento.
Por otra parte, hay una presencia constante de la mierda. Ya en Los muros de agua los prisioneros escenifican una atroz batalla de excrementos en la bodega del barco que los conduce a la isla.
En Los días terrenales el autor ofrece una detallada reflexión sobre el tema. Bautista, en el basurero, evoca las horas precedentes, pasadas con Fidel y Julia, y especula sobre el significado de cada acción, de cada palabra. De pronto sus meditaciones se cortan bruscamente al sentir “que había pisado algo blando viscoso entre los desperdicios del tiradero” y oler “la infame pestilencia”: “Y no es siquiera de un animal —estalló para sí mientras trataba de limpiar la suela de su zapato—, sino precisamente de un ser humano”.
La mierda reorienta sus cavilaciones: en el mundo del tiradero los hombres, semejantes a él mismo, “no tenían necesidad alguna, de ninguna especie, de disfrazar sus pasiones y sus vergüenzas”. En tanto que en el mundo de afuera “la porquería y la miseria morales estaban ocultas por el más púdico de los velos”. De cualquier forma eran mundos iguales y reveladores de la condición humana.
La mierda era un indicio revelador, “la señal para una ética o para un sistema científico. Tanto daba la deyección del hombre como la manzana de Newton tratándose de puntos de partida. La gravitación universal o la defecación universal”. Pisar la “miserable materia fue como descorrer el velo que cubría sus pasiones, y ahora ante sus ojos se le mostraba la verdad amarga y desnuda”.
En la narrativa de Revueltas hay una retroalimentación entre los bajos fondos urbanos, los del cuerpo, los del sistema político, los de las ideologías. Ejemplifica una y muchas veces la tesis expuesta en Los errores: el hombre es un ser erróneo.

Bibliografía
Mateo, José Manuel (2012): “En el espejo de la ciudad: confrontación entre Los días terrenales y La región más transparente”, en La región más transparente en el siglo XXI. Homenaje a Carlos Fuentes y a su obra, Georgina García Gutiérrez Vélez ed., UNAM, Fundación para las Letras Mexicanas, Universidad Veracruzana, México.
Revueltas, José (1937): “Foreign Club”, en Obras completas 11, Ediciones Era, México, 1981.
Revueltas, José (1941): “Los muros de agua”, en Obras completas 1, Ediciones Era, México.
Revueltas, José (1943): “El luto humano”, en Obras completas 8, Ediciones Era, México, 1980.
Revueltas, José (1949): “Los días terrenales”, en Obras completas 3, Ediciones Era, México, 1979.
Revueltas, José (1964): “Los errores”, en Obras completas 6, Ediciones Era, México, 1980.
Revueltas, José (1969): “El apando”, en Obras completas 7, Ediciones Era, México, 1976.


Redimir al redentor

Octubre/2014
Nexos
José Antonio Aguilar Rivera 

“Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water.”

—T.S. Eliot, The Waste Land

¿Qué vive de José Revueltas, luchador incansable, marxista irredento, epígono de una ilusión? Cuando el escritor murió, en 1976, su funeral fue apoteósico. Cientos de jóvenes lo acompañaron al Panteón Francés. El secretario de Educación, Bravo Ahuja, fue abucheado y corrido del entierro antes de que pudiera terminar su discurso. Una generación de jóvenes abrazó a Revueltas, como Revueltas la abrazó a ella: con un entusiasmo que rayaba en la devoción. El escritor pensaba que los estudiantes eran el único “escape de la conciencia” en un país donde el Estado monopolizaba el pensamiento.1 Los escritores de “la Onda”, Agustín, Sainz y Manjarrez veían en Revueltas más que un precursor, un tutor: una figura cabalmente ejemplar, en lo literario así como en lo político. Sainz escribió en el prólogo a una de las últimas entrevistas que le hicieron: “para mí, como para muchos, Revueltas era más que un intelectual de quien se aprendían ideas en cualquier momento y, si es posible, más que un guía ético y político”.2 Revueltas, en la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras, miraba la esperanza de cambio encarnada en esos muchachos, mientras se cachondeaba con ambos pulgares la piochita de chivo de los últimos años. Monsiváis lo retrata de cuerpo entero en 1968: “al estallar el Movimiento Estudiantil, José Revueltas tiene 54 años. Ha vivido todas las frustraciones políticas, no se ha dejado limitar por ellas y, rehusándose a distintas coronas de martirologio, aún preserva sus confianzas inexorables que alterna con visiones desesperanzadas y agónicas del hombre, ‘ese ser erróneo’”.3 Monsiváis captura admirablemente una de las características más poderosas de la personalidad de esa especie de santo secular en que se convirtió Revueltas: el desprendimiento, el desinterés casi de claustro, del escritor. “Al oírlo y al verlo”, recapitula Monsiváis, “retengo la sensación —que precisaré mucho después— de alguien que actúa con absoluta prescindencia de sí, no el ‘desprendimiento cristiano’ sino un olvido —no hay tiempo— para retener los compromisos con el nombre, la perspectiva de ser José Revueltas no puede fijarlo estatutuariamente, fuera de la entidad José Revueltas (ya legendaria) ocurren las cosas que más le interesan, las asambleas y las reuniones del Consejo Nacional de Huelga, las manifestaciones y las discusiones fervorosas hasta la madrugada…”.4 Es el Revueltas que ingresa al Partido Comunista a los 15 años, es recluido en un reformatorio cuando sus camaradas deciden izar la bandera roja en el asta bandera del Zócalo el 20 de noviembre, fecha de su natalicio, y unos años después deportado a las Islas Marías, en dos ocasiones, para terminar encarcelado por subversivo en 1968 por el presidente patriota Díaz Ordaz, azote de las conspiraciones comunistas.
Sin embargo, en el centenario de su natalicio su figura ha venido a menos. Su contemporáneo de generación, Octavio Paz, quien dijera de él que era uno de los hombres “más puros de México”, ha opacado por completo su recuerdo. Mientras que las obras completas de Paz se reeditan, se publican nuevas antologías y aparecen nuevos estudios sobre el poeta, los libros de Revueltas no se consiguen ya. Casi imposible adquirir todos los volúmenes de las Obras completas publicadas por la editorial Era a mediados de los ochenta. Ni siquiera en las librerías de viejo. No es la hora, qué duda cabe, del autor de El luto humano. En el banquete de las conmemoraciones a Revueltas sólo le han tocado las migajas, por no hablar de Efraín Huerta, que es todavía más relegado. No se trata de que los obituaristas oficiales lo hayan olvidado del todo; los tres nombres figuran en el programa conmemorativo del Estado mexicano. Se trata de algo más complejo. Por un lado, está la entronización de Paz como gloria nacional. Una canonización en forma, que es una amenaza a la vigencia de un autor. Lo es porque amenaza con reemplazar la crítica con la hagiografía: hacer de Paz una pieza de museo, una reliquia en la Columna de la Independencia, un nombre en letras doradas en el Congreso, materia dispuesta para ser venerada, pero no para ser leída, sobre todo por los más jóvenes. Por otro lado está la amnesia de quienes llevaron en hombros el ataúd de Revueltas. Sus herederos, sus hijos putativos, los jóvenes de la generación del 68 (que ahora rayan los 70 años) que lo exaltaron y lo vitorearon como la conciencia moral de México, lo han abandonado. O simplemente lo han olvidado (Monsiváis acusaba entonces que “casi ninguno de quienes ahora quieren y admiran a Revueltas lo ha leído”). Con Revueltas, parecería, murió una parte de ellos mismos. En la imaginación de una generación el escritor murió dos veces: una en 1976 al final del echeverrismo y otra 13 años después, en 1989, cuando se murieron las ilusiones que Revueltas había profesado toda su vida. Hoy Revueltas es simplemente invisible. Un fantasma de nuestra imaginación histórica.
Tal vez sea algo ocioso preguntarse qué habría pensado de la caída del Muro de Berlín. Una parte de él se habría alegrado inmensamente, sin duda. Hay evidencia de que ya para 1972 había revisado algunas de sus “confianzas inexorables”. A su hija le escribió: “creo firmemente que la teoría leninista del partido —así como la teoría del Estado y de la dictadura proletaria— deben, a la luz de las experiencias de esta segunda mitad del siglo XX, deben y pueden ser superadas”.5 Pero otra parte de él, la que albergaba la ilusión primigenia de un mundo nuevo, la que pensaba que el siglo XX sería recordado como el siglo de la Revolución de Octubre, probablemente se habría sumido en la más absoluta desesperanza. Una desesperanza que, por otro lado, ya era dueña de una buena parte de su pensamiento desde hacía décadas. Al final no se trató, como intuía en 1964, de que hubieran pesado más los procesos de Moscú, los crímenes del comunismo, que la promesa de la revolución de 1917, sino de algo todavía más terrible: el rechazo en masa a la idea misma de una sociedad sin clases, donde el egoísmo fuera sustituido por la fraternidad. En efecto, en 1971, en su celda en Lecumberri, celebrando y pensando un aniversario más de la gesta de octubre, Revueltas todavía creía firmemente en la promesa de la revolución bolchevique. Creía en la “verdad del poder soviético obrero-campesino y su naturaleza esencialmente democrática”, pervertida por Stalin y sus sucesores. Creía en la necesidad del “rescate de esa verdad de manos de los epígonos burocráticos” del régimen soviético. Reconocía a Trotsky, pero sobre todo a Lenin y su “extraordinario proyecto” democrático que consistía, según Revueltas, en “la dirección racional-consciente de la historia, uno de los más ambiciosos propósitos de la humanidad a través de sus más grandes pensadores, desde Platón, se realiza, primero, en el partido bolchevique, como democracia cognoscitiva, y después en el poder de los soviets, como democracia en la sociedad”.6
¿Es hoy Revueltas irremediablemente obsoleto? ¿Apenas el recuerdo de un tiempo vital ido, rebelde, íntimo, pero erróneo al fin y al cabo? No hay que darle muchas vueltas: el corazón del proyecto por el cual luchó y sufrió José Revueltas en el siglo XX fue un error, una equivocación, como él mismo atisbó en 1964 en su última gran novela, Los errores.

Son la obra literaria y la vida de Revueltas las que sobreviven. Sin embargo, buena parte de su obra se compone de ensayos, folletos, artículos y manifiestos políticos. Sin su vida, sus escritos políticos, abultadas y sesudas contribuciones a la escolástica marxista, significarían muy poco. Un páramo dialéctico; estatuillas con valor sólo para el arqueólogo de las ideas del siglo XX. Su literatura, sin embargo, está imbricada con sus ideas políticas. Para Revueltas los elementos centrales de la doctrina marxista eran el análisis de la sociedad capitalista y “el descubrimiento del hombre como individuo social y como ser destinado a la libertad, que no es sino la superación de la necesidad”.7 Por ejemplo, una de sus preocupaciones centrales fue la noción marxista de la enajenación. Los personajes de las novelas de Revueltas, ladrones, prostitutas, campesinos miserables, asesinos, están todos enajenados. En el capitalismo el hombre “para satisfacer sus necesidades naturales debe enajenarse a la naturaleza mediante el trabajo y manufactura… pero la depauperación del hombre tan aguda en el capitalismo no ocurre solamente en el mismo proceso de trabajo, sino en todas las manifestaciones de la vida humana en la sociedad capitalista”.8 Marx describió los efectos devastadores del dinero en la psique humana, pues ejercía una influencia cosificadora. Como señala Fuentes Morúa: “el corazón, los sentimientos sufren el mismo destino que el cuerpo, así todas las expresiones humanas que no pueden ser sometidas a la férula monetaria son inútiles… los personajes revueltianos, sobre todo aquellos descritos mediante su ‘lado moridor’ fueron dotados de rasgos característicos: egoísmo refinado hasta la perversión, por ejemplo Maciel en Los muros de agua o Adán en El luto humano”.9 En su literatura Revueltas describe la avaricia, el egoísmo y la codicia, “no sólo en relación al dinero, sino como derivaciones del poder monetario: la relación entre la codicia pecuniaria y la posesividad afectiva y emocional”.10 El usurero en Los errores es un buen ejemplo de ello.
 Revueltas halló la teoría de la enajenación en los escritos tempranos del joven Marx y en la rica tradición filosófica alemana. ¿Quiere decir esto que algo del marxismo —de la crítica marxista— sobrevive en la obra de Revueltas? La idea de la dictadura del proletariado tal vez esté quebrada, pero la aguda crítica del joven Marx queda. Tal vez sea así, pero lo cierto es que la idea de la alienación se remonta más atrás de Marx. Más aún, incluso, que a la tradición idealista de Hegel y Feuerbach. La preocupación por la alienación se puede rastrear, paradójicamente, hasta el corazón del liberalismo, en los escritos de Adam Smith en el siglo XVIII. En efecto, Smith advirtió que la deshumanización de los trabajadores, producida por la división del trabajo, constituía un grave peligro para la sociedad comercial. Para Smith, en La riqueza de las naciones, la destreza del trabajador en su oficio parecería ser adquirida “a expensas de sus virtudes intelectuales, sociales y marciales”.11 Smith pensaba que el trabajo repetitivo, mecánico, estupidizaba a los obreros; los volvía incapaces de concebir ningún sentimiento “generoso, noble o tierno”.12 A Marx mismo le gustaba citar estos pasajes de Smith y muy probablemente sean la fuente de su idea de alienación, como señala Meek.13 
Paradójicamente, lo que sobrevive de Revueltas es todo aquello que no es cabalmente marxista. Su visión desencantada, existencialista, de la vida. Su exaltación del sufrimiento. La visión del hombre como un ser sin fin ulterior. El año que murió le dijo a Sainz: “yo creo que el hombre no tiene otro fin último que el de su propia desaparición. La historia de la humanidad no es sino la historia de tratar de sobrevivirse la humanidad misma. No es una línea ascendente, sino que es una línea abrupta, con retrocesos, con avances y retrocesos, impredecible. El hombre no llega entonces a convertirse sino en su propia memoria… por eso no doy finalidad a ninguno de mis personajes, ni finalidad al ser humano como tal”.14 Esta es la cabal negación de la teleología optimista del marxismo. Revueltas toca, con su literatura, un horror, una vaciedad que no puede ser conjurada por el poder de la razón ilustrada. Y que resuena una y otra vez en los ejemplos diarios de degradación humana; de las atrocidades de los narcotraficantes a las miserias de los inmigrantes que cruzan el país subidos en una “bestia”, un tren, hacia lo desconocido.
Y queda el ejemplo de Revueltas. El desprendimiento, su integridad moral. La entrega a sus ideales fue absoluta, incondicional. “Para mí”, decía, “la política ha sido una cuestión de dualidad y de personalidad: el entregarme a una causa que considero justa”. Para el escritor, “si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”.15 Las prisiones de Revueltas son míticas —del reformatorio a los 15 años a Lecumberri, pasando por sus dos “estancias de investigación” en las Islas Marías— aunque lo cierto es que en total no pasó más de cinco años en la cárcel. Sin embargo, en 1968 se atribuyó todos los delitos que les imputaban a los líderes del movimiento para evitarles persecución. El carácter ejemplar  de su vida es evidente.
Recordamos a Revueltas por las muchas cosas que hizo: por su valentía, por su independencia crítica, por la reivindicación de su derecho a disentir, por su abnegación. Sin embargo, me parece que la figura de Revueltas es edificante hoy debido, en buena medida, a lo que el escritor no hizo. Revueltas era un creyente fiel en la idea de la Revolución. A menudo citaba a Marx cuando auguraba que llegaría el momento en que las armas de la crítica darían paso a la crítica de las armas. Y celebró, con bombo y platillo, junto con el resto de los marxistas latinoamericanos, el advenimiento de la revolución cubana. Escribió uno de los textos más lamentables sobre la muerte del Che en 1967.16 “No hay nada que sea noble y hermoso que pueda ser ajeno al Che”, escribió Revueltas. Del Che, el verdugo de Castro, pensaba Revueltas, queda “sobre todo su ternura”, esa “estremecida ternura con la que invadía el ser de todas las cosas que lo rodeaban”. En efecto, “era en este tono mayor, a nivel de la tragedia clásica, como el Che asumía la realidad de la literatura y de la vida, indiscutibles ambas: la violencia es un mal que el hombre ha de aceptar como necesario y que se le ha impuesto por las circunstancias zoológicas que aún reviste la existencia social”. Para todos aquellos que creían en “un mañana armónico y equilibrado en que el desarrollo de los seres humanos no encontrará otros obstáculos que aquellos que le depare la naturaleza y no los que a sí mismo le imponen los antagonismos de clase, la diferencias nacionales, las distinciones de raza, las intolerancias religiosas y todas aquellas enajenaciones de lo humano… el hombre que cree en tal mañana por más lejana que ésta se encuentre… y que consagra la vida entera a su advenimiento, sabrá siempre descubrir, aun en lo más recóndito de las tinieblas del presente, los destellos luminosos… de esa esperanza entrañable. Ese hombre se llamaba Che Guevara y todos los que son como él se llaman Che Guevara”.17 El Che, pensaba Revueltas, “no amaba la violencia ni la muerte; no las rehuía tampoco. Las aceptaba como una condena que debe cumplir con sencillez y sin desplantes”.
A pesar de esta apología abierta de la violencia y la justicia revolucionarias, del sacrificio del hoy por el “mañana luminoso” que prometía la revolución, el hecho es que José Revueltas nunca empuñó el fusil. Tampoco plantó bombas, ni secuestró ni se fue a la sierra a comenzar la lucha armada. Si lo hubiera hecho, nuestra visión de él sería completamente distinta. El hecho es que, a pesar de sus profesiones de fe revolucionaria y guevarista, Revueltas se parecía más a Gandhi que a Castro. Siempre fue encarcelado por sus ideas, sorprendido cuando hacía proselitismo político, cuando agitaba, pensaba y escribía. Revueltas encarna la definición misma del preso de conciencia. No fue capturado con las armas en la mano, sino con la palabra en la boca y la pluma en la mano. Fue encarcelado por sus convicciones subversivas, no por sus acciones. Hay una diferencia crítica entre José Revueltas y el subcomandante Marcos: su fe redentorista es similar, pero Revueltas nunca tomó las armas, ni mató a nadie ni tampoco mandó, como Marcos, a nadie a morir con fusiles de palo en las manos.
Esta conducta no se debió a la  cobardía, huelga decir. “He estado”, afirmaba Revueltas, “en peligro de muerte varias veces, pero nunca me ha inquietado, es decir, acepto la muerte como cualquier instante de la vivencia humana”. Si no siguió la vía violenta fue porque pensaba que esta vía no llevaba, dadas las condiciones del país, a ningún lado. Era un callejón sin salida. Es esta renuncia, más por necesidad que por principio, lo que hace que hoy Revueltas sea aún un ejemplo moral, incluso para quienes no compartimos su credo político. Aun quienes estamos más lejos de él en sus profesiones de fe, puede parecernos el epígono más puro de una ilusión. Revueltas, en su centenario, tiene una ventaja sobre Paz: a él sus fieles lo han dejado a la vera del camino, libre, para ser sólo un escritor del siglo XX, mientras que a Paz lo han condenado al mausoleo.

1 Raúl Torres Barrón, “Un partido político de jóvenes, ilusorio”, en Andrea Revueltas y Philippe Cheron (eds.), Conversaciones con José Revueltas, Era, México, 2001, p. 93.
2 Gustavo Sainz, “Para mí las rejas de la cárcel son las rejas del país y del mundo”, ibíd., p. 190.
3 Carlos Monsiváis, “José Revueltas. El camarada sol, antiguo y vil”, en Amor perdido, Era/SEP, México, 1986, p. 121.
4 Ibíd., p. 124.
5 Andrea Revueltas, Rodrigo Martínez y Philippe Cheron, “Prólogo”, en José Revueltas, Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, Era, México, 2013, p. 30.
6 José Revueltas, “Significación actual de la Revolución rusa de octubre”, en José Revueltas, Dialéctica de la conciencia, Era, México, 1986, pp. 218-229.
7 Magdalena Saldaña, “Uno de los mayores problemas del mexicano es ser acrítico por completo”, en Revueltas y Cheron, Conversaciones, p.125.
8 Jorge Fuentes Morúa, José Revueltas. Una biografía intelectual, UAM-Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa, Mexico, 2001, p. 166.
9 Ibíd., p. 170. Véase Evodio Escalante.
10 Ibíd., p. 174.
11 Charles L. Griswold, Adam Smith and the virtues of Enlightenment, Cambridge University
Press, Cambridge, 1999, p. 292.
12 Adam Smith, “Of the expence of the
institutions for the education of youth”, libro V, capítulo I, parte III, art. 2, An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations, vol. II, Methusen & Co, London, 1776, pp. 267-8.
13 Ronald L. Meek, Smith, Marx, and after: ten essays in the development of economic thought, Chapman & Hall, London, 1977, p. 14.
14 Gustavo Sainz, “Para mí las rejas de la cárcel son las rejas del país y del mundo”, en Revueltas y Cheron, Conversaciones, p. 194.
15 Elena Poniatowska, “Si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”, en Revueltas y Cheron, Conversaciones, p. 203.
16 José Revueltas, “El Che Guevara o de la confirmación del ser humano en la esperanza”, Época, núm. 28, 15 de noviembre 1967, pp. 44-77, en José Revueltas, Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas), Era, Mexico, 1983, pp. 175-179.
17 Ibíd., p. 176.

Revueltas, el ángel caído

Octubre/2014
Nexos
Álvaro Ruiz Abreu

A la chingada cualquier creencia en absolutos!
Los hombres se inventan absolutos, Dios, Justicia,
Libertad, Amor, etcétera.

—José Revueltas

Si es cierto que el agnóstico es el que niega todo absoluto y por tanto es un ateo, un rebelde que no cree, José Revueltas (1914-1976) lo es de sobra; en su naturaleza parecía latir esa paradoja entre la esperanza y la desesperanza, entre la fe y el escepticismo; y eso podría explicar por qué fue blanco de tanto ataque verbal despiadado en que se le pedían cuentas de índole ideológica, ética y hasta personal. El aura que rodea su vida no es grata sino desdichada pero con ella vivió y pudo ponerla en la balanza de sus acciones, asumiéndola con entereza y honestidad. Se ha visto en sus relatos la exposición de una herejía, o bien la búsqueda de un mundo en rebeldía, como sea, es preciso recordar que en las páginas de sus libros se impugna el orden, el mundo como está y los absolutos en que se apoya la sociedad para sobrevivir. Elena Poniatowska lo llamó el ángel rebelde, o sea el ángel caído que se rebela y es señalado como encarnación del mal; Christopher Domínguez Michael, taumaturgo y hereje, y recuerda la frase de Gregorio en Los días terrenales: “el hombre no tiene ninguna finalidad”. Carlos Eduardo Turón descubrió en Revueltas un agnóstico que había nacido para el sufrimiento. Con todo, sus convicciones lo llevaron en varias ocasiones a un callejón ideológico, social y literario sin salida, desde el cual respondió a las  agresiones.
Revueltas no empezó a ser objeto del debate y de la crítica después de su muerte ni a raíz de los ataques que soportó en 1950 por su obra de teatro El cuadrante de la soledad, y por Los días terrenales, la novela condenada por la secta de sus propios camaradas, hijos del estalinismo.1 En este sentido, parece que su sino fue la indeterminación, la negación del tiempo que marca el calendario. Desde que aparece su nombre en periódicos, suplementos, enseguida en las portadas de sus primeros libros, se levanta como una nube espesa el comentario que elogia o condena las letras de este ángel rebelde la consigna que intenta borrar las tesis que esbozan sus personajes, la polémica provocada por su tendencia a la redención social y a considerar el sufrimiento como esencial a la condición humana. Los primeros textos pertenecen a los últimos años del cardenismo, 1938 y 1940, en que el periodista, desde las páginas de El Popular, El Nacional y otras publicaciones, quiere cambiar la conducta y el ejercicio de la prensa que consideró anquilosada por sus prejuicios y su falta de estilo, y de contenidos relevantes. Esto es solamente un ejemplo de una vocación casi innata: intentar a toda costa modificar la realidad, cambiar el curso de los acontecimientos y transformarlos. Y la historia iniciada entonces no creo que tenga un final, es larga y abrupta y llega a su centenario de 2014, en que su obra, en lucha con la crítica e irreductible, contestataria, sus textos, combativos y polémicos, se ponen en el escenario de la cultura nacional bajo la mirada de los lectores. Junto a Efraín Huerta y Octavio Paz, hijos del mismo año de 1914 y amigos entrañables del autor de Dios en la tierra, Revueltas es el más inconforme, el enemigo de la permanencia, consciente de que no vería jamás un mundo feliz sino desdichado. José Alvarado (1911-1974) escribió una de las mejores semblanzas sobre su amigo: “La vida de José Revueltas es la más accidentada de todos los escritores mexicanos contemporáneos. Conoce la miseria y, en horas fugaces, la opulencia; pasa, adolescente, por las cárceles correccionales, víctima de la persecución política y, joven, por toda clase de prisiones, debido a idénticos motivos, desde la sucia celda en un poblacho hasta las siniestras clausuras de las penitenciarías. Sufre dos veces confinamiento en las Islas Marías, acusado de subversión. Habita en barrios miserables y es huésped en arrabales de hampa y de vicio. Milita varios años en el Partido Comunista y es expulsado por sus puntos de vista. Se le arroja hasta de instituciones fundadas por él mismo. Viaja por todo el país en vagones de segunda, a pie o en omnibuses paupérrimos. [...] Es proscrito y vilipendiado, recibe ofensas y humillaciones. Recorre el mundo, en parte como pasajero clandestino, en parte como escritor aventurero. Penetra en el mundo del cine, ofrece lecciones, pronuncia discursos, desempeña humildes tareas burocráticas. Escribe, escribe, escribe”.2
Revueltas es muchos hombres a la vez, como dijo él mismo de su hermano Silvestre, luchador social, perseguido por sus ideas, encarcelado una y otra vez,  militante que a los 21 años de edad —en 1935— hizo un viaje de seis meses a la Unión Soviética, escritor prematuro de novelas y cuentos, autor dramático, guionista de muchas películas ya “clásicas” del cine mexicano, notable ensayista y el cronista de momentos cruciales de la cultura. Escribió sin tregua, como escritor de tiempo completo, pero sin becas ni subsidios del Estado. Vivió en la hoguera de su generación y de la ideología que adoptó, lo que tal vez ayude a explicar la personalidad tornasolada, como la del axolote de Roger Bartra, que vio a estos reptiles como un misterio, “son un nudo de signos extraños”. Cada texto salido de su pluma es una invitación a la discusión y el debate, una asamblea, una muestra elocuente de un estilo original, obtenido de los rincones de la experiencia, que Harold Bloom llamaría canónica. En septiembre de 1973 murió el poeta Pablo Neruda, amigo de la familia Revueltas, colega y correligionario de Silvestre, y José Revueltas escribió una “Carta de José Revueltas a Pablo Neruda”, que de epistolar tiene muy poco pues se trata en realidad de un poema en prosa que su autor, arrodillado en la humildad franciscana que lo caracterizó, llamó “carta”. Parece un texto enviado a un hermano mayor a la hora de su muerte, y en ese momento olvidó o nada más hizo a un lado el ataque demoledor que el poeta de Isla Negra le había propinado en 1950, a raíz de la aparición de Los días terrenales. Está claro que sabía perdonar a su prójimo como buen agnóstico, como ferviente lector de Los hermanos Karamazov.
Actividad esencial en la vida de Revueltas que llama la atención y sigue siendo motivo de investigaciones y de ensayos, es sin duda su vasta y sólida producción de guiones para el cine. En los años cuarenta fue expulsado del Partido Comunista, el padre que lo sometía, y en esa misma década Revueltas se acercó a los sets y las cámaras, empezó a escribir guiones, conoció a muchos actores y directores de la industria cinematográfica. Una nueva luz apareció en su camino. Pero hacia ese escenario miraron sus detractores, que fueron una vez más a enjuiciarlo, intentando acusar al autor de Los días terrenales y sentarlo en el banquillo de los acusados para prenderle fuego y así quemar el “maleficio” que se había apoderado del hereje. Lo acusaban, entre otras cosas, de ser partidario del existencialismo, esa filosofía de la decadencia burguesa, impugnando el interés de Revueltas por el cine y algo más: el mundo que creaba el séptimo arte. Uno de ellos, Enrique Ramírez y Ramírez, escribió: “Deseo creer que el divorcio de Revueltas con los hechos diarios, íntimos y palpitantes de la lucha popular, ha debilitado su sensibilidad, su noción natural de las cosas. Y que, por otro lado, el ‘cosmopolitismo’ de los tristes cenáculos seudointelectuales, el estar uncido sin contrapeso decisivo a la influencia de esa ‘fábrica de sueños’, que es hoy la fábrica de pesadillas degradantes, del cine comercial —y por lo mismo, el débil contacto con las grandes ideas revolucionarias de nuestra época— han estrechado y esquematizado en extremo su pensamiento”.3 Por fortuna, el tiempo se encargó de darle lucidez a Revueltas para ver claramente la enfermedad dogmática que encerraban las acusaciones de sus amigos y sus camaradas.
Desde que Revueltas escribió el argumento cinematográfico sobre la vida de su hermano Silvestre, Sinfonía inmortal o la vida de Silvestre Revueltas, en mayo de 1943, intentó dedicarse al cine como adaptador profesional. Ese argumento fue rechazado por Gabriel Figueroa porque el proyecto de filmarlo no maduró, “pero de todas maneras —aclara Gabriel Figueroa (1907-1997)—,4 Revueltas y yo trabajamos juntos en varias películas. Su preocupación era cómo hacer una carrera de escritor en cinematografía. Tenía talento y audacia para lograr su propósito. Sin embargo, se interpusieron muchos factores que finalmente lo desilusionaron y se retiró pero solamente por un tiempo”. Pero Revueltas siempre volvió al cine, y un poco más tarde se unió a Figueroa en la realización de La escondida, uno en la fotografía y el otro en la adaptación de la novela de Miguel N. Lira5 (1905-1961), dirigida por Roberto Gavaldón. Sin duda, fueron buenos tiempos para Revueltas que vio un porvenir como escritor de tiempo completo de la industria cinematográfica. En 1944 hizo la adaptación de El mexicano que dirigió Agustín P. Delgado y a partir de ese momento tuvo un motivo más para viajar y ausentarse de casa: las filmaciones. Satisfecho con su nuevo destino, entregado a los sets, Revueltas imaginó poder dirigir algún día; fue su sueño más reconfortante. Solicitado con frecuencia, Revueltas vio su entrada al cine como una luz que alumbraría su sinuoso camino de escritor, periodista y militante comunista. Se preguntó si iría a ser guionista toda la vida y creyó que sí porque le parecía un trabajo estimulante y sentía latir en sus manos esta vocación aplazada. En una entrevista confesó que el cine había sido en su vida un don natural.
De chico siempre quise tener proyectores. En la casa me regalaban proyectorcitos de lámparas de alcohol. Y yo proyectaba, indeciblemente fascinado, sobre la pared de mi cuarto. En cuanto podía me iba al Volador a comprar metros y metros de película para pasarla en mi cuarto que se convertía en un lugar mágico, más que en sala cinematográfica. Siempre ha sido un anhelo mío la cinematografía. Luego le hice la lucha para entrar al cine profesional, hasta que lo logré. Fui argumentista y adaptador y tendía a ser director, pero el ambiente me empezó a repugnar demasiado, aparte de que me deterioraba mucho desde el punto de vista político.6
Lejos de tomar una profesión con el único fin de obtener fama personal y recursos económicos, Revueltas vio en el mundo del cine la posibilidad de cambiar el gusto por el séptimo arte, mejorar la calidad de las películas, ofrecer al público historias interesantes que mostraran el lado complejo y oscuro de la vida. Pero en Revueltas casi todo fue un sueño y en este caso tropezó con los muros que siempre topó, pues su idea era renovar a fondo el rostro del cine mexicano. Pasó por alto que vivía bajo la sombra del afianzamiento de la Revolución mexicana, en la era de Miguel Alemán (1946-52) y su sello de modernidad, que no permitía oposición alguna. Pero él pertenecía a una secta de izquierda que eran los camaradas estalinistas de los años treinta y que seguían vigilando las acciones de sus amigos y colegas, y esa secta lo condenó en los años cuarenta como al peor enemigo nacido en México de la clase trabajadora. Su dedicación al cine y su deseo por convertirse en un adaptador o guionista de tiempo completo y con responsabilidad social, ¿era declinar de sus convicciones? Sí, respondieron los camaradas de Revueltas, quienes no podían perdonarle que trabajara con Dolores del Río, el Indio Fernández, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, Pedro Armendáriz, Gabriel Figueroa, María Félix, la joven Silvia Pinal, y tantos más que formaban una comparsa de falsos ídolos de la pantalla que cada día envilecía a las masas, necesitadas más que nunca de una educación socialista férrea.
No han faltado observaciones críticas a la producción textual para el cine de Revueltas, como la de José Joaquín Blanco7 que la analizó de conjunto y le pareció otra cruzada en nombre del arte y de la libertad, pero de tintes melodramáticos. Revueltas no se detuvo en la adaptación cinematográfica, leyó y estudió la estructura narrativa que debe imperar en las películas y vislumbró la relación, difícil casi siempre, del adaptador con el director de una película; ambos discuten cada escena, cada secuencia, arreglan los diálogos. A veces la propuesta de aquél choca con la idea del realizador y entonces surge inevitablemente el conflicto. Esto fue evidente en el rodaje de Sombra verde (1954), en el que Revueltas sugería que se cometiera perjurio; el productor rechazó tajantemente esa idea; el adaptador insistió:
—Usted quiere hacer una barbaridad con el personaje.
—Se equivoca, Revueltas, quebrantar un juramento no es cosa fácil, entiéndalo, por favor —dijo el productor, sudando a mares.
No hubo arreglo, así que Revueltas abandonó la filmación; regresó a Poza Rica, donde estaba alojado el personal y al día siguiente voló a la ciudad de México.
Revueltas confesó sentir una culpa considerable por esos “churros” que inundaban las salas de los cines de la ciudad de México; trató de escribir de una manera digna para directores de probada calidad como Julio Bracho y Roberto Gavaldón, su gran amigo. A partir de 1955 empezó a fastidiarse del cine porque deterioraba su mundo literario, le robaba mucho tiempo a cambio de nada. La labor del escritor tendía a ser menospreciada: “Nuestra cinematografía se llenó en esa época de una cantidad de personas sin escrúpulos, particularmente argumentistas, que hacían lo que se les pidiera por dinero”. De esa fecha hasta un año antes de su muerte, Revueltas no abandonó del todo la actividad en el cine; su trabajo más compacto, el que le otorgó más posibilidad de expresarse con entera libertad, fue El apando (1975), película de Felipe Cazals en la que su propio autor intervino como adaptador junto a José Agustín.
Entre 1945 y 1960 se enfrascó en disputas eternas porque deseaba a toda costa limpiar de vicios y deformaciones morales, sociales y estéticas, la realización cinematográfica en México. Como todo idealista, soñó modificar el mundo del cine y terminó otra vez marginado porque el que tuvo que cambiar fue él. Con justa razón, Emilio García Riera llama a Revueltas “espíritu de militante verdaderamente libre” que supo ver en el cine una posibilidad de expresión artística haciendo a un lado el maniqueísmo propio del medio, impugnando la mediocridad. “Queda por ello en evidencia que Revueltas supo tratar a gente como la del cine, que en la mayoría de los casos estaba ética, cultural e ideológicamente muy por debajo de él, con una sabia distancia; pero lo ejemplar es que no por ello se advierte en él la menor señal de prepotencia desdeñosa ni el tono lastimero de los incomprendidos”.8 En efecto, Revueltas supo “tratar” a esa gente, pero es innegable que recibió algunos golpes que alteraron su temperamento hasta ponerlo en situaciones límite como puede verse en las discusiones a propósito de La diosa arrodillada. A través de una carta respondió a su impugnador, rechazando acusaciones innobles e infundadas, en las que se decía entre otras cosas que la película hubiera sido otra si Gavaldón hubiera “mandado al señor Revueltas a cambiar el script”. El 13 de febrero de 1947 Revueltas explicaba que ese asunto lo había agredido en su moral de escritor, en su ideología como reconocido militante. Pero esto fue casi nada comparado con el que denunció Revueltas sobre el monopolio constituido para la exhibición de películas de los señores William Jenkins,9 Gabriel Alarcón y Manuel Espinoza Iglesias. Lo hizo públicamente a través de la revista Hoy de vasta cobertura. Revueltas se preguntaba si el cine mexicano estaba en vías de desaparición debido a los innumerables problemas que vive: producción, carencia de adaptadores y argumentistas profesionales, técnicos más capacitados, la competencia, etcétera. Y su respuesta es contundente: el cine nacional no corre ese peligro, sino uno mayor y más lamentable: caer en manos de dos prestanombres: Alarcón y Espinoza, y un empresario de la calidad de Jenkins. A éste le dijo que era el “enemigo de México” por algunas informaciones que había vertido al Departamento de Estado de Estados Unidos sobre nuestro país. “Los mexicanos que se prestan al juego de estos intereses —y no vacilamos en citar los nombres de Espinoza y Alarcón— sólo pueden calificarse con una palabra: traidores”.10 De inmediato se publicó la respuesta al “señor Revueltas”; una carta abierta que firmaron las principales productoras de películas, Cinematográfica Grovas, Filmadora Chapultepec, Mier y Brooks, entre otras. Le “indicaban” a Revueltas las inexactitudes en que incurría debido a “información deficiente” que seguramente le facilitaron “enemigos gratuitos”, y le “recordaban” que a ellos se debía el auge de la industria cinematográfica nacional pues con sus inversiones por cuenta propia, sin subsidios oficiales, era posible el sostenimiento “de sueldos importantes para los actores, directores, técnicos, manuales, escritores”. La respuesta, digna de la pluma en rebeldía de Revueltas, la ofreció en una especie de balance del cine comercial en estos términos:
El cine tiene que operar sobre una masa enferma, envenenada psicológicamente. Una masa nerviosa por la propaganda de los gobiernos, en tensión constante por los peligros que la acechan, y que va al cinematógrafo, no como una persona aislada puede leer un libro de Balzac, para disfrutar de un goce artístico, sino como un síntoma enfermizo, para aliviarse, liberarse por medio del olvido. Por eso el cinematógrafo capitalista es un compuesto tan banal, frívolo y estúpido.
Esa masa vive entusiasmada por el mundo de los gángsters y las prostitutas, adormecida por un cine que no es capaz de dramatizar la vida cotidiana pues solamente la vuelve vana. ¿Revueltas anunciaba el futuro? Para su época, procuró subrayar la estrecha relación del arte cinematográfico y la sociedad, más concretamente: los males sociales, las contradicciones de clase, eran la base del “séptimo arte” y, por supuesto, del arte en general. Revueltas habló de Wells, Disney, Chaplin, de las grandes obras de la literatura llevadas a la pantalla, intentó cambiar el contenido del cine mexicano y convertirlo en verdadero arte, dejar a un lado el “sentido” comercial para dar al público más calidad y menos cantidad. En el debate con los zares de la industria cinematográfica, Espinoza y Alarcón y el americano William Jenkins, defendió a los exhibidores independientes del país a los que vio en peligro de ser devorados por las “fieras”, como lo demuestra el monopolio de Jenkins que ha logrado crear en la producción cinematográfica un clima de terror económico y físico. La denuncia y el debate no siguieron adelante sino que cayeron en el pozo del olvido. Revueltas se erigía como implacable inconforme con el mundo y en un crítico certero que ponía en jaque esa industria; dijo que nuestro cine estaba baldado y exigió que se politizara. Los comentaristas de cine también lo impugnaron, según lo demuestran las afirmaciones de Díaz Ruanova a propósito de La diosa arrodillada, en las que descalificaba, de paso, la narrativa de Revueltas:
Enamorado de la excesiva retórica de Crepúsculo [de Julio Bracho] y de sus grandes conflictos internos, el barroco José Revueltas, cuyo predominio sobre los otros argumentistas es bastante claro, complica y desquicia las situaciones. Para Revueltas la sencillez es un crimen. No siente simplemente aquellos conflictos que son comunes a todos los hombres. Precisa rebuscar, deformar, alambicar las situaciones hasta hacerlas increíbles; y si ya resulta bien difícil seguirlo en sus novelas y cuentos rurales, entre personajes y ambientes que le son familiares, ¡cuánto más ha de serlo en una película como La diosa, donde Revueltas pinta absurdamente un ambiente que desconoce y que no es mexicano, ni internacional, ni ubicado en parte alguna del cielo o el infierno!11
Lo que menos hizo Revueltas fue jugar con el cine —como le dice Díaz Ruanova—, y la prueba de ello es su dedicación a las adaptaciones, y principalmente su escrito sobre el montaje, el guión y el cine como arte. El escritor estaba por encima de la crítica. En pocas palabras, Revueltas fue un cinéfilo que se había conmovido con la historia del El ciudadano Kane y El asesinato de Trotsky, y no negó su inclinación por el cine realista, que consideró como una posibilidad de “ruptura con la cotidianeidad” en la que el público va a mirarse en el espejo de su propia vida. Dijo en una ocasión: “Hice cine porque fue uno de mis grandes ideales, como medio de expresión. Siempre me gustó”. A esta declaración sincera se agrega otra: Revueltas quiso ser director de cine y no lo consiguió. Pero cuenta sobre todo su desafío a los poderosos, su deseo de enderezar el mundo que se le aparecía en el bordo del abismo. Hay varios pasajes de la infancia, esa patria que no miente, que ayudan a entender mejor la actitud de este ángel rebelde, pero hay dos, que son cruciales, cuyo escenario es La Merced, cuando su familia vivía en las calles de Uruguay y Las Cruces. El niño de siete y ocho años que vivía bajo la protección de sus hermanas y de su madre, encuentra a un “Cristo” de túnica blanca, larga barba, que hablaba de igualdad y de injusticia, del Apocalipsis, y se convierte en su discípulo.12 El siguiente ocurre años más tarde, cuando José tiene 13 años de edad y era la preocupación de su hermana mayor, Consuelo, y de doña Romanita. José camina día y noche entre voces, vendedores, pepenadores, en mitad del frío, a la intemperie, y descubre poco a poco la miseria de los humildes, el desamparo de  niños y  mujeres que andan a la deriva. Regresa a casa, agobiado, lo regañan, y con resolución dice: “Mamá, el mundo es muy injusto”. Más tarde, el militante lucha contra la injusticia, pero tropieza con la burocracia partidista, y sufre caídas aplastantes. En 1939 es acusado, ya no por su familia, sino por la Comisión de Disciplina del PCM de “irresponsable”, porque en Guadalajara el compañero Revueltas no se presentó a las oficinas del Partido. Algo parecido le sucedió 10 años más tarde. Después de haber sido nombrado, en 1949, secretario de la Sección de Autores y Adaptadores del STPC y luego su secretario general en agosto de ese año, renunció debido a las acusaciones que los mismos trabajadores le infligieron a raíz de su polémica con Jenkins, Alarcón y Espinoza. Con su salida, se cerraba un episodio triste en la historia del cine mexicano. El cuadro parecía humillante porque “todos prefirieron guardar una actitud de miedo y de silencio; el poder y la fuerza del monopolio —parecía— habían llegado hasta la Sección de Autores y Adaptadores”.13
No sería la última batalla perdida en la que combatía Revueltas. Le faltaban varias aún que no vamos a desglosar, pero pueden citarse las controversias que suscitó su reingreso al Partido Comunista Mexicano, su nueva expulsión, las que sostuvo con sus camaradas de la Liga Leninista Espartaco que desembocó en el texto ortodoxo por excelencia sobre el tema: Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, 1962.
La vida y la obra de Revueltas pertenecen a una escabrosa y larga historia cuyo leitmotiv es la rebeldía. De Los muros de agua (1941) a Material de los sueños (1974) su escritura es una provocación, un duelo en la cultura mexicana del siglo XX. Lo ilustra el día de su sepelio en que el Panteón Francés fue subvertido, gritos de lucha, goyas y vivas a Revueltas que ya no pudo escuchar el canto de La Internacional, lo que provocó un acalorado debate sobre si debía aceptarse la presencia del secretario de Educación Pública, Víctor Bravo Ahuja, o expulsarlo. El sepelio se volvió una asamblea que resolvió pedir al enviado presidencial que se fuera. Y después de muerto, la discusión, imprescindible y ardiente, sobre la vida, la militancia, las ideas, las novelas y los cuentos de Revueltas, parece arder todavía.


1 El más intransigente fue sin duda Juan Almagre (seudónimo de Antonio Rodríguez) que escribió un artículo para condenar a su amigo y camarada; Revueltas había ganado como artista con esas obras pero se perdía como hombre y revolucionario, tendrá éxito y ganará aplausos, pero “Pepe traiciona a su apellido y traiciona a su hermano, Pepe traiciona a Silvestre”. J.A., “El arte en México”, El Nacional, 8 de junio, 1950, pp. 1-3.
2 José Alvarado, “La obra de José Revueltas”, Excélsior, 6 de diciembre, 1967, p. 7-A.
3 Véase Enrique Ramírez y Ramírez, “Sobre una literatura de extravío: Los días terrenales de José Revueltas”, Revista Mexicana de Cultura, núm. 168, 11 de junio, 1950, p. 4.
4 Entrevista Ruiz Abreu/Gabriel Figueroa, agosto, 1989.
5 Lira publicó esa novela en 1948, mientras que la película se filmó en 1955, dirigida por Roberto Gavaldón (1909-1986) que Revueltas consideraba uno de los mejores realizadores mexicanos, según Emilio García Riera.
6 lgnacio Hernández, “José Revueltas: balance existencial”, en Conversaciones con José Revueltas, introducción de Jorge Ruffinelli y bibliografía de Marily R. Frankenthaler, Universidad Veracruzana, 1977, pp. 26-27.
7 José Joaquín Blanco, José Revueltas, 1985, p. 32.
8 Emilio García Riera, “Prólogo” a José Revueltas, El conocimiento cinematográfico y sus problemas, OC, v. 22, 1981, p. 14.
9 De origen norteamericano, el empresario William O. Jenkins (1878-1963) hizo una de las fortunas más grandes de México; en Puebla creció su poderío económico que se extendió a la industria azucarera y del alcohol, textil y la industria del cine. Desde el Banco Cinematográfico levantó un monopolio en la producción, distribución y exhibición de películas.
10 J. R., Obras completas. v. 22, 1981, p. 124.
11 La reseña apareció en la Revista de América, en la que Díaz Ruanova acusa a Revueltas de “reminiscencias y plagios” que él considera evidentes; como siempre, fue una bomba política y moral que venía a herir a fondo la integridad de José Revueltas. Citada en J.R., Obras completas, v. 22., p. 150.
12 Véase Raquel Tibol, “La infancia de José según Consuelo”, en Revista de Bellas Artes, nueva época, núm. 29, septiembre-octubre, 1976, p. 21.
13 J. R. Obras completas, v. 22, pp. 173-174.


miércoles, 8 de octubre de 2014

Los exilios o el destierro poético de Gerardo Deniz

5/Octubre/2014
Confabulario
Pablo Mora

El nitro y el natrón son temas del exilio.
Saint-John Perse

Gerardo Deniz es el seudónimo de Juan Almela, escritor nacido en Madrid el 14 de agosto de 1934, quien llegó a México, procedente de Ginebra, Suiza, al final de la guerra española, en 1942. Se trata, en efecto, de un poeta que se puede identificar directamente con ese suceso político, como descendiente de exiliados españoles. Sin embargo, quien se asoma a su poesía y a su prosa descubre que, salvo ciertos textos deliberadamente armados con el tema del exilio como “Verano de 1942”, Deniz, a diferencia de escritores de su generación, es un poeta raro que escribe navegando por otras latitudes, otro tipo de exilios. Y, en todo caso, cuando se refiere a dicho tema, particularmente, el de sus consecuencias del exilio político español, lo suele hacer con ironía.

Dentro de ese contexto, se trata, además, de un poeta difícil, radicalmente crítico, con poemas de recursos heterodoxos, de temas diversos y construcciones extrañas. Esta condición, entre otros motivos, lo ha mantenido en una especie de destierro de lectores y alejado de la posibilidad de una verdadera crítica literaria.

La obra de Deniz la caracteriza una ironía corrosiva, a veces demoledora, que, con frecuencia, es incómoda porque llega al extremo del ataque personal, institucional y cultural, de los grandes mitos, de los grandes Hombres e ideólogos, de los filósofos y especialistas. Precisamente uno de esos lugares que socava su escritura es, entre otros temas, el del exilio y el de los exiliados. Se trata de un tema que nos sirve para ejemplificar el grado de subversión de su poesía y, en todo caso, para ver la forma como el mismo Deniz enfrenta dicho asunto con su propio ejemplo, la ironía de su destino (sus destierros vocacionales) frente a los excesos que advierte de vivir etiquetado como exiliado español. En otras palabras, este tema del destierro sirve para revisar la forma como el poeta, a través de su propia condición de hijo de inmigrante español, nos ofrece una crítica sobre el relativismo de estos asuntos, sus mitificaciones y excesos, pero, al mismo tiempo, funciona como parodia para apreciar su propuesta, sus hallazgos, o lo que podríamos llamar sus concreciones poéticas a partir de sus propios exilios en disciplinas aparentemente ajenas a la poesía.

En realidad, si lo vemos con detenimiento, esta condición de su destierro poético frente a los lectores y la propia poesía no es más que una consecuencia de los diversos destierros profesionales y vocacionales que el propio Deniz ha confesado. Dos de las más importantes son la química y la música, por no decir la mitología comparada y el interés por las lenguas y la lingüística, entre las más reconocibles. La primera vocación de Deniz fue la química (cf. “Linus Pauling” en Anticuerpos, 1998), profesión que tuvo que abandonar por situaciones familiares y por el estrecho mundo descubierto en los primeros años de trabajo en un laboratorio. Otra de las aficiones profundas del poeta de Gatuperio ha sido la música; aprendió a tocar piano desde chico y, a lo largo de la vida, se ha convertido en un conocedor de música clásica como lo demuestran sus puntuales reformulaciones y alusiones musicales, además de sus artículos de músicos. Finalmente su conocimiento de las lenguas se debe a que desde chico, en buena medida, trabajó como traductor en editoriales y, al mismo tiempo, descubrió la lingüística comparada y los estudios de Georges Dumézil. Esta vocación por las lenguas lo llevó a convertirse en traductor de obras del antropólogo francés y otros lingüistas importantes. La ironía de todo este itinerario y aprendizaje es que para Deniz el oficio de poeta es uno más de sus destierros, el último, el menos costoso y el más solitario.

Ahora bien, ¿qué representa este hecho dentro de la escritura de Deniz? En términos generales la formación científica inicial derivó en una postura crítica frente al lenguaje. Deniz parte de un hecho definitivo que se refiere a los límites del lenguaje, y más todavía, a las pretensiones de la poesía, ante otras actividades, menos dudosas, como la científica, la música o la lingüística comparada, cuando éstas se realizan óptimamente: con sus hallazgos, sus estructuras, sus procesos de construcción, sus aplicaciones, etcétera; son actividades de mundos más concretos. Como buen empirista y acaso con una visión neopositivista, Deniz más bien parte de esa consciencia de los límites del lenguaje, para verdaderamente intentar, no con poca ironía, alcanzar una restitución y transmisión plena de la experiencia humana. Por eso, frente a las actividades del científico y del músico, Deniz asume su actividad de poeta como secundaria, menor, con ironía. Para el poeta de Adrede (1970) claramente esta aventura de la poesía parte de una fractura original y decisiva: la falibilidad del lenguaje, pero a cambio, dentro de esa apuesta, el poeta juega, escribe con rigor, soltura, densidad y sobre todo —como experimentalista— fabrica nuevos materiales del lenguaje con conocimiento de causa. Por ello en Gerardo Deniz continuamente todo aquello que no tenga un sustento real o que al menos presente una estructura, o cuente con algo así como materia ósea, vértebras —dentro de lo posible—, se vuelve una cuestión (un engrudo de palabras) de sustancias pegajosas, babosa, ambigua y resbaladiza. Deniz no escatima en sarcasmos y pedradas contra esa pretensión de la Poesía, en general.

Pues bien, si vemos este carácter de su obra a la luz del tema del exilio podemos identificar dos aproximaciones muy claras. Por un lado está el Deniz sarcástico que, ante la proliferación de poesía del exilio con sus mitos, excesos y debilidades, busca socavar y tira dardos hacia ciertos hábitos en el terreno cultural. Se trata de una crítica a la tendencia a encasillar y a vivir del mito del exilio y sus etiquetas, en una actitud de sentimentalismo, de añoranza permanente, que, traducida a poesía, genera textos ininteligibles, indistinguibles uno de otro. Salvo excepciones, es un hecho que se suele abusar del tema y quien mejor encarna ese ejemplo es sin duda un poeta como León Felipe. Por eso el autor de Sobre las íes (2008), cuando critica la falacia de ciertos “Héroes culturales”, suele identificar en éstos al poeta español que nos endilga: “los meandros y cagandros del éjodo y el llanto”. Este distanciamiento que propone Deniz es porque, como todo, reconoce que el tema del exilio es relativo en tanto no necesariamente puede ser garantía de la efectividad y la buena factura de un poema. Para Deniz el papel del exilio tiene su lugar, y lo ha tenido en grandes poetas que han sabido construir textos de impecable factura; sin embargo, el hecho de que algunos escritores asumen el poema como “sublime” de antemano, por tratarse de esa experiencia, es un despropósito. Esta situación es ejemplar cuando el mismo Deniz reconoce en el exilio español y, muy concretamente, en las actividades relacionadas con los ámbitos de las editoriales o de la poesía, casos típicos del abuso del tema en traducciones que han generado resultados, no siempre buenos, al contrario, malos, nocivos, y hasta como formas culturales de vida “rentable”. En el caso personal de Deniz, si este acontecimiento tuvo alguna repercusión autobiográfica fue el que se transformara en un antídoto, en una suerte de anticuerpo contra ciertas prácticas (cf. “Funesta influencia de los refugiados españoles sobre las editoriales de México”), pero también, en contrapartida, en la posibilidad de un texto de una frescura estimulante como “Verano de 1942”, un poema que registra las primeras impresiones de la infancia en el mundo mexicano trabadas en versos de un fluido irreductible.

Flamantes las mañanas por este rumbo de ríos.
El barrio emergió de las aguas en vísperas de que yo llegase:
fue un diluvio que encontré casi resuelto
(y hasta lo empezaban a agradecer, me parece)

Desde canceles y enrejados se columbra el milenio de las hojas
anchas, muchas, piñanonas: un obeso colegio de puristas en rehenes verdes
—y el agua que refresca la acera no le daríamos duración bajo el calor
cuando he aquí que a pocos pasos sigue pareciendo vertida.
Hay fachadas con baldosines alegres a la calle, de lo puro modernas;
dan la sensación súbdita de un cuarto de baño volcado al sol
donde se exhibiera la casa, personalmente,
esculpida en jabón neutro,
bajo la especie de una señora gorda cortándose los callos con dificultad,
sentada en cueros sobre la tapa del inodoro…

Como vemos, el autor de Mundonuevos (1991) más bien opta por una concepción del exilio asumida con otros matices, más personales:

Es posible que cierto hermetismo mío funcione como factor de “exilio”, y se ha mencionado en más de un lugar. Ahora bien, el exilio al cual se han referido y que es en el que me siento más identificado y más a gusto y siento más justificado el calificativo de “exiliado” es el exilio de otros mundos, como la química o como la lingüística comparada más que de la República española o cosas así. O bien, inclusive, si vamos a dar una vuelta más de tornillo, pues me siento exiliado de Europa, no de España. De España sería de donde menos en estos términos. En cambio, lo que para mí es mi paisaje interior y demás tiene dos centros que son París y Londres seguidos, apiñados inmediatamente de toda Europa, vamos, en lo cual España es en cierto modo lo que menos cuenta.

Estas formas de abordar y tratar dicho tema han llamado la atención de un crítico francés, Bernard Sicot, quien ha destacado algunas de las singularidades y sarcasmos aquí mencionadas. Por otro lado, el mismo crítico se ha referido también al escepticismo de un exilio ontológico (la inexistencia de otro mundo) y ha destacado a cambio, en todo caso, la ironía de la utilización del exilio de los antiguos gnósticos, pero como parodia y juego o, bien, más concretos como el del citado poema de “Verano de 1942”. Sicot apunta, además, otros exilios, más herméticos, con síntomas de un exilio poético de la poesía de Deniz, advertido antes por otros críticos: un extrañamiento del lenguaje (decía Ulalume González de León) o bien, una suerte de exilio de exilios.

Para el autor de Amor y Oxidente (1991) la única manera de contrarrestar esa condición de exilio, o en su caso, serie de exilios, es mediante la recuperación de lugares, situaciones que evoquen o acaso logren sugerir la certeza de haber estado en sitios específicos a través de la formulación de textos basados en el conocimiento y en la imaginación. Mediante la fabricación de lo que podríamos llamar “concreciones exílicas”, aquellas cuestiones que apuntan a recuperar momentos de la existencia en este mundo, Deniz ofrece el ejemplo de la poesía de Saint-John Perse y utiliza el verso que dice: El nitro y el natrón son temas del exilio” como muestra de un conocedor de territorios de interés compartidos —la alta Asia—. Asimismo le sirve como ejemplo de versos capaces de contrarrestar esa distancia (geográfica e histórica) de otra forma, mediante sus alcances líricos, sus efectos y alusiones precisas. El verso en cuestión es un ejemplo de lo que sí se puede hacer con el lenguaje para mitigar ese exilio geográfico y vocacional, en su caso, de sus intereses más profundos. Para Deniz se trata de un verso no sólo afortunado por las concreciones sonoras en aliteración sino por las otras resonancias literarias, históricas y moleculares. Dice Deniz en el texto titulado “Exilio y literatura”, de 1992, publicado en el libro Paños menores (2002):

El nitro forma guirnaldas blancas en lugares húmedos. ¿Recuerdan “El barril de amontillado” de Edgar Allan Poe? Allí el nitro festonea las bóvedas subterráneas donde será emparedado el maldito vejete veneciano. Y ahora pasemos al natrón, precipitado pulverulento de lagos egipcios. Servía para revolcar en él, seco, las momias… […] [Dicho lo cual se trata de] silenciosos salitres de tiempos cavernosos; momificaciones de lo que fue. Un arsenal demostrativo, pienso. Nitro y natrón, o sea nitrato de potasio y carbonato de sodio, dos sales con aniones isoelectrónicos: una entrada en química orgánica… Saint-John Perse ignoraba, al describir dos compuestos como temas de destierro, que proponía un emblema especialmente apropiado, por lo químico ahora, de mi personal exilio vital.

En efecto, estos son para Deniz las concreciones exílicas (poéticas) de las que vale la pena destacar, lugares en los que jamás se ha estado, pero que se logran conocer perfectamente, reconstruir, por otras vías y que se experimentan como lo más cercano a una presencia, es decir, se recuperan, como aquel “Pléroma” (ese lugar de reintegración espiritual, de plenitud, o sitio que permitía vislumbrar la recuperación de la pérdida) anhelado por los gnósticos. Pero si lo trasladamos a su visión del lenguaje, ese verso sirve de ejemplo, en la medida de lo posible, para restituir las cosas y la experiencia en este mundo. Mediante concreciones precisas del lenguaje se puede recuperar algo de este mundo, siempre en extrañamiento, en un destierro permanente. Por eso Deniz, una y otra vez, parece advertirnos, que entre más distante parece su destierro —y en éste va implícito el del propio lenguaje—, se pretende con la poesía, en todo caso, ofrecer con ejemplos concretos, específicos —y por eso la tendencia de su poesía a trabajar el lenguaje como una forma material, en lo posible—, como concreción verbal de las cosas. Sin duda por caminos distintos otros poetas han logrado lo mismo, “cada quién —como él mismo ha dicho— su presupuesto”, pero en el caso del poeta de Picos pardos (1987), siempre es bueno tener presente esa estructura, los huesos, los hechos demostrables, e inclusive el conocimiento profundo de alguna disciplina de dato duro, que puede representar “hasta romperse más de un diente”.

Deniz es el caso del escritor que en una sucesión de exilios, en cadena, como bien lo supuso, llegó a ser poeta, su último exilio y sin posibilidades de salvación. Se trata de una forma de mostrarnos este mundo mediante esas “destilaciones del exilio”, a través del conocimiento de otras disciplinas aplicadas al lenguaje, o lo que algunos podríamos llamar simplemente poesía. Se trata de recuperaciones modestas, pero brillantes, como “el nitro y natrón” de Saint—John Perse, o bien, en el caso de poeta de Erdera (2005), (palabra que quiere decir lo “no vasco y en vasco” —otro exilio—), es la recuperación del sabor de una mujer cítrica que cuando leemos, secretamos, porque recorremos —sabe— a limón:

Me exprimía, escolopendra, clavándome cien patas—
a toronja le olían boca, palpos, labro, forcípulos; el himen como a limón;
el foramen aún más cidro—
al pellizcar sus pezones de mandarina rugosa chisporroteó una niebla
inflamable de esencia predominante en limoneno—
calé gustoso la pulpa de diminutos oxiuros auranciáceos—
me pedía consumo un litro de batido de lima sustancioso, noble, y chilló
desde ráfagas espumosas por verde ses—…