martes, 27 de abril de 2010

Ansextonización literaria

27/Abril/2010
Periódico Milenio
Cristina Rivera Garza

No fue hace mucho en realidad que el medio literario se debatía entre otorgar o no el estatus de literario a obras que se realizaban, y esto sin ambages, alrededor del yo. Todavía no estaba de moda lo autobiográfico y faltaba algo de tiempo para que el non-fiction estableciera su reinado a través de los variados usos de plataforma 2.0. En América Latina, por ejemplo, el debate se llevó a cabo a través de la así llamada literatura testimonial que, desde un inicio, se movió hacia la izquierda y se alió con las que ahora llamaríamos subjetividades subalternas: mujeres, indios, negros, niños, gays y queers. En Estados Unidos sus representantes más explícitos fueron a menudo minorías y mujeres. La poeta Anne Sexton reinó sin lugar a dudas sobre todos ellos en sus orígenes con una poesía eminentemente confesional donde los rastros de su vida física y psicológica eran evidentes. El statu quo en todo caso veneraba la tercera persona del singular —el objetivo él o ella detrás del cual quedaba oculta la historia personal— y aducía que la primera persona —el subjetivo yo que mostraba y se mostraba en cada historia— exhibía una relación primeriza si no es que torpe o, peor aún, nula con el lenguaje. Resultaba común oír entonces, y esto como un argumento en no pocas ocasiones académico, que las distintas narrativas del yo —de la confesión al testimonio, de la autobiografía al diario— le restaban valor a lo literario o no alcanzaban el valor de lo literario, como si lo literario hubiera sido o fuera una forma de plusvalía, un valor añadido a fuerza de esdrújulas y citas cultas. El hecho de que mucha de esta literatura fuera escrita por hombres y mujeres pobres o raros, con tonos de tez oscura y sexualidades diversas que, además, tomaban la pluma, o el teclado, sin el amparo del pedigree de las distintas élites hizo que la causa se volviera, desde un inicio, polémica. ¿El yo? Puaf. Asunto de mujeres o iletrados. Último recurso de la chabacanería. Materia prima, si acaso. Sentimentalismo. Experiencia en bruto y bruta. Inocencia. Next.

Les cuento, por supuesto, de otro mundo. Era otro siglo. La gente mandaba cartas en hojas manuscritas y utilizaba la lengua para humedecer los timbres postales. Si tenía prisa, esa misma gente enviaba telegramas: 30 palabras de no más de 10 caracteres por texto. Oulipo eterno. Todavía no existían los teléfonos celulares y el servicio de Telmex, tan malo entonces como ahora, ciertas cosas no cambian nunca, reducía el número de aparatos a unos cuantos por cuadra. Nos comunicábamos, todo parecía indicarlo así, a través de una forma ancestral aunque efectiva de telepatía. Llovía a sus horas y en el verano. Paz estaba vivo todavía. Nadie menor de 40 publicaba en Fondo de Cultura Económica y pocos en realidad podían atravesar sus puertas. Los que nacíamos en provincia nos íbamos al DF para poder estudiar o cotorrear, como entonces se decía, a gusto. Unos cuantos editores decidían qué y cómo y cuándo se publicaba en el país.

Bueno, el tiempo pasó, como dicen los narradores. Yo me resistí a todo, pero igual caí en todo: del blog al Twitter, pasando por el celular. Me convertí, y esto lo digo con gusto, en una integrante más de esas hordas que tomaron a la pantalla por asalto y se saltaron, no sin una risilla cómplice, las viejas jerarquías. Como todos los que han hecho de la plataforma 2.0 su casa, también caí en el yo. El yo del non-fiction. El yo que, siendo a de veras, es como siempre una invención. Y viceversa. Hasta llegué a armar talleres sobre la novela de lo cotidiano —que no era otra cosa más que la aplicación de los principios del blog al papel. La materia de la novela es la materia de todos los días, dije en no pocas ocasiones. Lo que hace la estructura de la novela es filtrar.

El caso es que mientras caía con gusto y gracia en las jornadas disímbolas del alfabeto del yo, me fui dando que los compañeros de viaje no sólo iban en aumento sino que también empezaban a ser distintos. Enrique Serna, que había escrito al menos dos novelas históricas con gran aceptación de la crítica y el público lector, incluyó un capítulo personalísimo en Fruta Verde, su libro todavía más reciente. Xavier Velasco publicó Este que ves, en cuya portada decidió colocar un óleo que, según creo recordar, colgaba en las paredes de su casa paterna. Jorge Volpi escribió unas memorias a las que intituló El jardín devastado. Y, más recientemente todavía, Rafael Pérez Gay entregó un libro híbrido, un libro que me atrevería a calificar de experimental, en el que yuxtapone con acierto la crónica, la investigación histórica, el relato de viajes e, incluso, acaso sobre todo, el relato íntimo. Es un libro que, justo como la vejez que persigue amorosamente y atestigua con rigor, dubita y tiembla. Cosa viva. Letras como honda y como piedras. En Nos acompañan los muertos Rafael Pérez Gay es Rafael Pérez Gay y, cuando se echa a llorar, al lector le quedan pocas alternativas además de echarse a llorar con él.

Todo parecería indicar que los autores más diversos hacen ahora lo que la filósofa argentina, Sibilia, argumentaba que hacen los no-autores de la era digital: una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que cientos de miles de seres poshumanos se lancen a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante a través de las distintas posibilidades que ofrece el soporte Web 2.0. Y, en el proceso, pasa lo que tenía que pasar: hombres y mujeres, raros o no, subalternos o no, descubren, o reclaman, que tienen un yo y que ese yo también tiene una historia —personal, íntima, con frecuencia sentimental— que contar y, naturalmente, la cuentan. Estamos presenciando, y digo esto con profunda seriedad, la annesextonización de la literatura mexicana. Interesante resulta por supuesto que, ahora que el yo es masculino, los debates alrededor del valor literario de estos libros pasen por otro tamiz. Es otra época, en efecto. Las reglas, aunque poco pero por fortuna, van cambiando. ¿Mi veredicto? Si el asalto a la primera persona del singular se sigue dando como en los cuatro libros citados arriba, yo los seguiré leyendo.

lunes, 26 de abril de 2010

Las tres plagas

26/Abril/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Durante el tiempo que he escrito esta columna no he sabido conducirme con orden y me he inclinado por la digresión y la libertad en el escribir antes que intentar convencer a los pocos lectores que me quedan de alguna clase de verdad. Se puede decir que soy un relativista que a veces se comporta con imprudencia y da juicios que en ocasiones pueden parecer extremos u hostiles, aunque en mi defensa puedo decir que cada una de las opiniones que expreso en este espacio son consecuencia de la reflexión. Como penitencia me impuse leer lo escrito en esta columna desde que se inició hasta los días que corren y me he percatado de que mis preocupaciones no han variado gran cosa y que en cuestiones de moral pública sigo pensando más o menos lo mismo. Y vuelvo a insistir -como creo que lo haré hasta que la muerte me haga el honor de tocar a mi puerta- en que nuestro país sufre el acoso de tres plagas que amenazan con no marcharse jamás hasta que pongamos el remedio sea por el medio que sea. Las describo brevemente, sin retórica ni estadística.

La primera plaga se describe de manera tan sencilla que hasta una estatua podría comprender su descripción: es necesario que los malos no nos engañen haciéndonos creer que son los buenos. No son los narcos el enemigo más importantes de nuestra sociedad. Eso es una falacia y también un señuelo. Es la policía corrupta e inmoral que tiene como objetivo brindarnos seguridad la que ha puesto en peligro la idea de un estado sólido. No son confiables. El gobierno tiene como fundamental obligación proveernos de buenos policías y castigar de manera extrema a estos malhechores. Contra ellos debe llevarse a cabo la verdadera guerra. No sé de qué manera podría realizarse acción tan importante, pero es necesaria la denuncia ciudadana y el escarnio público, señalar a sus familias, quitarle derechos a quienes los rodean, hacerles ver que ninguna pena es suficiente para paliar el daño que realizan oscureciendo el rostro de la justicia y sembrando la desconfianza.

La segunda plaga son los empresarios que carecen de responsabilidad social. Van contra de uno de los principios de Rawls que más aprecio. Si vas a enriquecerte debes crear bienestar para el resto de las personas de tu comunidad o por lo menos no hundirlas más ni aprovecharte de su indefensión. Los monopolios de televisión no tienen derecho a una señal abierta en tanto sigan divulgando basura y lucrando con una población inocente a la que el estado no ha podido dotar de una buena educación básica. Mientras esto no se remedie toda programación tendría que ser transmitida por cable (eso es en verdad libre mercado) y que cada quien decida la clase de entretenimiento que desee consumir. Otro ejemplo que se me ocurre es el hecho de que una cadena de tiendas y restaurantes ha sustituido a las librerías tradicionales, pero con la enorme variante de que a diferencia de las segundas promueve libros malos que poco hacen para estimular la reflexión o la cultura de los mexicanos. Entre estas tiendas y las librerías cubanas donde no existe más que literatura “conveniente” no existe casi ninguna diferencia. Son sólo dos casos, pero sobran ejemplos.

La tercera plaga a la que me referiré es de todos conocida. La muerte de la representación pública en manos de los partidos políticos. Ocupados en sus propios intereses, en el ascenso jerárquico de su posición, en su bienestar económico no son capaces de unirse ni de acordar medidas para remediar los problemas que cualquier persona podría enumerar sin ningún apuro. Buscar alternativas a estas instituciones de ideología imprecisa, esmeradas en la corrupción y, además, objeto del más grande desprestigio, es una tarea a la que sin duda deben avocarse los ciudadanos. Los políticos siempre han sembrado la desconfianza y no han sido el medio natural para la transición hacia una democracia moderna. Carecen de imaginación y de compromiso. Organizaciones civiles, gremios, resistencia, concertación pública, asociaciones de consumidores, consejos vecinales, redes sociales, grupos de intereses comunes que a la vez sean abiertos y participativos, alternativas para la acción política, todo menos partidos políticos y legisladores que sólo sirven a sus jefes y a la satisfacción de sus propios intereses.

El periodismo cultural atraviesa por cuatro crisis: Ricardo Cayuela

26/Abril/2010
El Universal
Salvador Frausto Crotte

Ricardo Cayuela Gally dice que el estado de salud del periodismo cultural es, en general, muy malo, y que atraviesa por al menos cuatro crisis. La de la pérdida de lectores sería la primera. “El nivel cultural de la gente es bajísimo. ¿A quién carajo le importa qué? Nadie ha leído nada, a nadie le interesa absolutamente nada”.

El jefe de redacción de Letras Libres, revista que dirige Enrique Krauze, considera que la escasez de lectores ha hecho que muchas publicaciones naufraguen y que una buena cantidad de escritores y artistas carezcan de una vitrina donde dar a conocer su trabajo.

La segunda crisis sería “la de formatos”. Cayuela asegura que “el papel está de salida. El papel imponía ciertos códigos y hasta géneros que ahora están en crisis por la irrupción de internet. El periodismo cultural escrito no ha sabido hallar un papel cómodo en el periodismo cultural en internet. A quien más ha perjudicado el cambio de formato es, quizá, al periodismo cultural”.

Cayuela, de 41 años, mece con los dedos su melena, mira al ventanal de la oficina que ocupa en el edificio de la revista que edita desde su fundación, hace más de una década, y continúa la exposición que de seguro ha meditado desde hace tiempo. “La tercera crisis es la de los propios generadores de periodismo cultural”. Habla de la falta de imaginación de editores y reporteros, de la proclividad a las modas comerciales, del culto a los premios, del apego a las efemérides, de las condicionantes externas.

“¿Por qué hacer una revisión de la obra de Juan Rulfo cuando cumple 50 años de muerto y no ahora mismo? El periodismo cultural no debería requerir de una excusa periodística, sino lanzar sus propias discusiones”. Explica que la comunidad crítica debe estar al servicio de las redacciones y no a la inversa, porque ello hace que las publicaciones se sometan a intereses externos. “La agenda cultural deben determinarla los editores y no estar ceñida a calendarios”. En su idea, los medios serían los responsables de abrir los debates contemporáneos y no convertirse en reproductores de la agenda de las instituciones culturales, ya sean de carácter público o privado.

La cuarta crisis sería la de los propios creadores. “Tenemos una clase artística e intelectual muy consentida, por becas, por puestos oficiales, por beneficios de las publicaciones del Estado. Hay una cierta impunidad: no puedes decir lo que quieres decir porque te llaman a cuentas. La materia prima del periodismo cultural es muy difícil”, dice Cayuela. Los creadores, entonces, deberían tener condiciones para poder expresar con mayor libertad lo que quieren, para así elevar la calidad del periodismo cultural. Y culpa, en parte, al gran proveedor de recursos. “El Estado gasta millones de pesos en patrocinar a los creadores, pero no apoya a las publicaciones vía publicidad. ¿Y entonces dónde se van a reseñar los libros, dónde se van a dar a conocer las creaciones? El Estado ha pecado de una ceguera casi diría que imperdonable”.

Entrevista con el entrevistador

Recién comenzó a circular en México La voz de los otros (Barril & Barral), libro donde reúne quince conversaciones con personalidades de la cultura contemporánea. El ex jefe de redacción de La Jornada Semanal dice que sus entrevistados son gente con algo importante que decir sobre “las claves del mundo”.

Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Enrique Krauze, Sergio Pitol, Fernando Savater, Jorge Semprún, Ryzard Kapuscinski, Ayaan Hirsi Ali, Jon Juaristi, Carlos Franqui, Teodoro González de León, Manuel García y Griego, Adam Michnik y Roger Bartra hablaron con Cayuela sobre sus respectivas obras, pero también acerca de los temas del debate contemporáneo. Las entrevistas contenidas en el libro fueron publicadas originalmente en Visceversa, La Jornada Semanal y Letras Libres.

A Vargas Llosa le preguntó, en 1993: “El siglo XX estuvo dominado por la idea de la revolución y, en buena medida, por el pensamiento socialista. ¿Qué es lo que queda de él, qué es lo rescatable, qué es lo que podemos heredar?” Formulo la misma pregunta a Cayuela; él responde: “La enseñanza del siglo XX es que casi todas la revoluciones fueron contraproducentes, destruyeron más de lo que crearon, salvo la Revolución femenina, que fue pacífica, que es celebrable. El pensamiento socialista, en su esencia básica, es ético, como la idea de fraternidad en el caso de la Revolución francesa”, dice el autor de La voz de los otros.

“Parafraseando el inicio de Conversación en la catedral, ¿podría decirnos cuándo se jodió la Revolución cubana?”, le preguntó Cayuela al escritor peruano hace 17 años. El jefe de redacción de Letras Libres contesta a idéntico cuestionamiento: “La Revolución cubana nació jodida, es una cosa tristísima. Todos crecimos con el mito de los barbados jóvenes, rebeldes y hasta hermosos dirigentes que echaron a una dictadura siniestra y horrible como la de Fulgencio Batista, pero en el germen de esa revolución estaba ya el caudillismo de Fidel Castro, el autoritarismo, la violencia. Es una revolución que se traicionó a sí misma. La gente apoyó a Fidel porque dijo que haría vigente la constitución del 40 y que convocaría a elecciones, y no cumplió”.

En 1996, Carlos Fuentes recibió a Cayuela en su casa de San Jerónimo, en la Ciudad de México. “¿Qué queda de la palabra ‘utopía’, cuál es su enseñanza, su vigencia?”, preguntó el autor de La voz de los otros, quien años después tiene una opinión sobre el mismo tema: “La gente necesita un espacio de anhelo mental, de mejora mental, es difícil ser sólo un racionalista: tener familia, trabajo, vocación, ser buen padre, buen hijo, buen compañero de trabajo. Estos son anhelos pequeñoburgueses, muy respetables, pero en el fondo es una idea del mundo muy pequeña. Las utopías, que sustituyeron en el siglo XX a las ideas de las religiones, provocan pensar más ampliamente, que la vida no sea sólo pequeños progresos. Ese anhelo, aunque es irrealizable y hasta peligroso, pero necesario en la vida cotidiana, tiene un componente de trascendencia”.

Ateo por tradición

Con Fernando Benítez conversó en 1996 sobre las divinidades. “Dios ocupa una idea cero en mi vida –dice Cayuela–. Soy nieto de una familia atea, es raro, porque la mayoría de las familias conservan algo de tradición religiosa, aunque tengan por ahí un hijo díscolo. Yo ni siquiera estoy bautizado. Si te educan en el ateísmo es muy difícil creer, ves tan claro el cuento, el montaje, lo ves desde tan fuera que cómo vas a creer. Pienso en la religión católica, que me parece la más atractiva, la más humana, la que siento más próxima y a la que pertenezco en muchos sentidos, culturalmente. ¿Pero cómo vas a creer que Dios se hizo hombre, que resucitó a los tres días, que nació de una mujer virgen? Creer en eso me parece imposible, porque estoy fuera de ese discurso”.

Cayuela visitó a Fernado Savater en su casa de Madrid, en 2002. “¿Cuál es la premisa básica de la modernidad?”, le preguntó. Ante el mismo cuestionamiento, el editor de Letras Libres responde: “La libertad individual”.

“Por último, y volviendo al inicio de nuestra charla, ¿puede decirse que la exigencia ética ha estado siempre en minoría frente a la realidad histórica mayoritaria?”, preguntó Cayuela a Savater.

Ocho años después, el experimentado editor contesta al cuestionamiento formulado por él mismo hace ocho años: “Hay siempre un pequeño grupo que quiere trascender a la realidad, mejorarla. Hay gente y momentos que dan pasos hacia el desarrollo ético de las naciones, como quienes lucharon contra la esclavitud y generaron un discurso que inició en un pequeño grupo pero que después se convirtió en un discurso más extenso. Es como el discurso social de la izquierda del Distrito Federal, que ha empujado para que los homosexuales puedan ejercer todos sus derechos, casarse, heredar, adoptar, y esa es una exigencia ética de una minoría que poco a poco irá extendiéndose, como lo hizo el tema del divorcio en un tiempo. Hay una agenda social que promueve las libertades individuales que encabeza el gobierno del Distrito Federal y que, por extraño que parezca, ha ido avanzando”.

sábado, 24 de abril de 2010

Bienvenidos a mi Book Boutique

24/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Sueño con que pronto exista cerca de mí una Book Boutique.

En una Biblio-Boutique habría estantes llenos de libros hermosamente confeccionados —diseños variados y pastas de buena calidad— y, sobre todo, computadoras para revisar —entre música y pastel— MyAmazon.com —el sitio que en mi utopía privada sustituirá a Amazon— con tal de elegir qué libro ordenar.

Cada Book Boutique tendrá acceso al catálogo mundial del libro, que posee archivos electrónicos de todos los textos habidos y por haber, para nosotros, los ávidos de Babel.

Llegó el funesto momento: el elector será el editor.

Una vez que escoja un texto, el empleado de la Book Boutique lo imprimirá y encuadernará con la portada que yo mismo elegí o él me sugirió —gracias a las distintas opciones de diseño— y dentro de unos minutos (u horas, en casos especiales) mi libro queda listo.

(O lo ordeno desde mi casa y sólo paso a recogerlo).

La tecnología que cada Book Boutique posee para hacer libros in situ fue financiada por las empresas editoriales que percataron que no podían negar el libro virtual y, al mismo tiempo, reconocieron que muchos lectores aún desearán libro objetual.

La Book Boutique sustituirá a la librería, donde sólo hay pocos títulos y uno ¡no puede hacer sus propios libros!

Todos los libros estarán sujetos a rediseño. Por ejemplo, en una Book Boutique yo puedo hacer un libro mixto. Elegir unos ensayos de Habermas en las primeras 120 páginas, luego 20 páginas de poemas de Vallejo y como apéndice unas páginas de un número clásico de Playboy.

Cuando le pido al librero imprimir y encuadernar juntos estos textos advierto que no le gustó mi combo.

Le explico que quiero este libro para llevármelo a un vuelo Tijuana-D.F.

“Tengo que leer los ensayos de Habermas pero como no lo soporto quiero tener poemas de Vallejo a la mano”. No me atrevo a explicar las últimas páginas.

Los propietarios del print-right recibirán su porcentaje cada vez que el sistema mundial del libro reciba una orden de impresión desde una Book Boutique certificada.

(Podría imprimir en papel hoy el nuevo libro de Clemente Padín digi-editado en Uruguay ayer).

Para que la Book Boutique sea realidad se necesita que las editoriales inviertan en tecnología y capacitación para digitalizar, crear opciones de formatos y materiales prefabricados y, además, que las librerías se transformen en talleres de impresión y encuadernación y, a la vez, muestrarios de libros. Rehacer la industria entera.

El éxito dependerá no sólo de la tecnología y rapidez para hacer los libros que el cliente (diestro) elija del catálogo sino que las recomendaciones (para el inexperto) se vuelven la clave del libro a pedido, libro a la carta o libro personalizado.

La Book Boutique pondría el libro digital al servicio del nuevo libro impreso.

El Edén sombrío

24/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Guillermo Samperio

Alguna ocasión, cuando Juan Rulfo visitaba la biblioteca de una universidad de los EU y el diligente rector lo introdujo en una sala especial, en cuya puerta pendía el letrero con el nombre del autor de El gallo de oro, Rulfo se quedó un momento observando los estantes repletos de ensayos, tesis y estudios sobre su obra. El rector lo miraba orgulloso y esperaba el comentario del escritor, quien no hizo esperar más a su interlocutor: “¿Y todos estos han vivido y se han alimentado de lo que yo he escrito?” Las palabras de Rulfo fueron de afilada incomodidad, pero de cualquier modo señalaban hacia él mismo: aunque era el narrador mayor del siglo XX latinoamericano, compartiendo rating con Kafka o Virginia Woolf a nivel universal, este Juan tuvo que seguir trabajando en oscuras oficinas burocráticas hasta su muerte. Sin embargo, el poder, el sistema, olvidó que “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, como escribió, en su acostumbrado laconismo, Jorge Luis Borges.

Por otro lado, la voluminosidad de estudios sobre su literatura señalaba también que la obra de Rulfo había sido analizada desde múltiples ángulos, apreciaciones, metodologías y sistemas de pensamiento. El escritor mexicano-guatemalteco Augusto Monterroso, que en paz descanse, comparaba este fenómeno de hiperanálisis al que, durante siglos, ha perseguido a El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, pues hay sobre El Quijote desde ensayos que demuestran secretos códigos judaicos de Cervantes hasta la revisión de las costumbres populares descritas en la novela, pasando por diversos análisis estructuralistas y hasta semióticos, es decir la retórica en turno según la época. Incluso, se corre el fuerte rumor de que Harold Bloom nos amenaza con explicarnos El Quijote a partir de la versión inglesa.

La respuesta a este suceso de las múltiples lecturas es la de que dicho libro se encuentra en constante movimiento debido a sus múltiples registros, niveles de profundidad, universo complejo de lenguaje y circunstancias literarias e históricas en que se escribió y a partir de las cuales cambió la relación texto-lector. Cervantes fundando la novela moderna, y Rulfo fundando la novela moderna para América Latina.

Si bien Cervantes logra la develación satírica de su momento (literario e histórico) y nos presenta al buen y atolondrado conquistador, hace oblicua la relación lector-texto; de cualquier manera su base de credibilidad, de verosimilitud, la establece al introducir historias y anécdotas de la gente del pueblo.

Sancho es la terrenalidad, el personaje protagónico que crea complicidad con el lector. Don Quijote representa la imposibilidad del lector en tanto que los sueños fantásticos del Hidalgo de la Mancha echan por tierra los sueños de conquista, colonialismo, de los cruzados, y la sensiblería narrativa dominante en el imaginario europeo. Por su parte, Pedro Páramo rompe con la tradición realista, criollista, con la relación directa entre significante y significado, y le propone al lector un desciframiento de un magma literario extraño, acentuando la presencia de la oscuridad, lo sobrenatural, lo fantástico y, por consecuencia, el lado de la muerte. En Pedro Páramo la totalidad no es nunca sistematizable más que a un nivel abstracto: la novela aparece como algo que deviene, como un proceso permanente: un ayer eterno. Es un juego, un cambio constante, un movimiento hacia un fin jamás alcanzado, una aspiración hacia una finalidad defraudada, o dicho en palabras actuales: una transformación. Esta mutación de la estructura hace que la novela se convierta en el propio discurso del tiempo y de ahí la sensación de que el relato es demasiado extenso aunque el texto de la novela sea más bien breve.

En la novela La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, el papel que juegan las sombras y la oscuridad es importante, a tal grado que no sólo hacen las atmósferas con acentuada dramaticidad sino que, de pronto, las sombras mismas se convierten, a través del mecanismo de la fábula, en personajes, según lo explica Silvia Molina. Pensar, incluso, la sombra que proyecta el caudillo (Obregón, en la realidad) sobre la historia de México, hacia el pasado y hacia el futuro, es posible, es verosímil, como suponer la sombra que lanza El Golem, de Gustav Meyrink, sobre la tradición judía; pero en el caso de la sombra que construyó Martín Luis nos encontramos con un Golem perverso que representa la sombra de la traición violenta, el autoritarismo y el poder ejercido desde las penumbras, esa oscuridad desde la que se han decidido asuntos de la nación mexicana.

Tanto en El Quijote como en La sombra del caudillo encontraremos que sus referentes son verificables en el contexto histórico en que aparecieron. Estas novelas representan, aparte de su valor literario, acontecimientos sociales, culturales e históricos, que devienen hacia un valor universal que las sustenta y las hace perdurables: levantan su presencia literaria a partir de la fuerza del acontecimiento que marca la vida de una época a profundidad, para representarla en distintas trayectorias históricas. Aquí, la relación lector-texto es directa, con referentes interpretables y, en varios casos, verificables, con más o menos sencillez.

Al cambiar la relación “escritor-objeto a narrar”, tenderá a modificarse a sí mismo la relación “texto-lector”, acto en que se realiza el ciclo “percepción-creación-escritura-lectura”. El novelista ofrecerá, entonces, una novela donde los referentes se han enrarecido, donde los acontecimientos se vuelven simultáneos (pertenecen a la “esencia de una época”) y donde lo imaginario y la realidad comienzan a mezclarse. En este punto se encuentra Juan Rulfo antes de escribir Pedro Páramo.

Gombrowicz ha dicho que, en términos generales, una historia narrada lo es de un suceso que ya aconteció y donde la actualidad del narrador emprende la escritura con el fin de hacerla presente, mediante actos de la memoria del cuerpo, independientemente de que conozca la historia, el suceso, o no, antes de escribirla: narrará algo consumado. Esta relación es la primera que modifica Rulfo, invirtiendo el tiempo del recuerdo. Por lo general, son los vivos los que recuerdan a los muertos. En Pedro Páramo son los muertos los que recuerdan a los vivos. El acontecer se encuentra trastocado: la muerte anima la vida que no existe más que en la memoria de la muerte, de lo huidizo. El presente es muerte, sombra, fantasmagoría. El pasado es vida, luz, olor y sonido de las vivencias.

De esta forma, a través de trastocamientos, Juan Rulfo entra en el espíritu de la época. La primera edición de Pedro Páramo es de 1955: quiere decir que la empezó a escribir unos tres o cuatro años antes. Pero anteriormente ya había escrito El llano en llamas, conjunto de cuentos que le sirvieron de base y de experiencia narrativa para redactar luego el texto mayor. En la niñez y la adolescencia de Rulfo están los recuerdos de los últimos estertores de la Revolución Mexicana, pero en especial los de la Guerra Cristera (de ahí que el padre Rentería se incorpore a las fuerzas de Cristo Rey). El símbolo trastocado de mayor importancia se encuentra en el señalamiento de esos acontecimientos violentos. La guerra la hizo el pueblo vivo que, en la visión de Rulfo, devino en pueblo muerto: la guerra se hizo para que viviera el pueblo, por la natividad de una nueva república. La escritura de Juan Rulfo es la visión del desencanto, del despertar desolado y sin esperanza. Es el México rural agotado por la revolución y el levantamiento cristero, pueblos fantasmagóricos como Luvina y Comala están enraizados a un tiempo que no transcurre, lugar donde los muertos deambulan y los recuerdos son murmullos, en un ayer eterno o en un futuro prometido pero estafado. Vaticinó que el último reducto del poder arbitrario y terrible, para México, serían los caciques rurales y urbanos, como Pedro Páramo. Allí donde se ha generado la pobreza extrema, la marginación, el miedo y la sumisión, allí se encuentra uno de los Páramo.

Caminar con desilusión, con la burla, o el castigo a cuestas, es como caminar doble, como caminar y andar al mismo tiempo sin que sean uno solo. Si intentamos crear un marco histórico, suponemos a estos cuatro caminantes como ex-cristeros desmovilizados a fuerza. Es la época cardenista, en plena reforma agraria, y el gobierno les ha dado unas tierras inservibles, quizá para mantenerlos apartados de los centros de población, por escarnio, o como efecto de una reforma agraria burocrática y ciega que reparte tierras porque sí, para cumplir con un plan teórico. En Pedro Páramo la burla es mayor: el poder del cacique es absoluto. En alguno de sus cuentos, Borges escribió que olvidamos que somos sombras que caminan entre sombras.


lunes, 19 de abril de 2010

Satán

19/Abril/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Qué puede hacer uno de sí mismo a los 80 años? Si se ha tenido el descaro de llegar a esa edad se pueden escribir libros, como lo hizo Gadamer, Marcuse, Bertrand Russell o tantos otros. Las memorias, creo yo, son un poco arrogantes en cuanto nos dicen que quien las escribe ya ha vivido lo suyo y que su horizonte se encuentra en el pasado. Y por lo tanto a nosotros nos toca cargar con esa memoria. Buen ejercicio el de llevar en la espalda el ataúd de los demás. Aunque en vez de leer memorias yo me inclinaría por los libros que suponen la existencia de una mente activa en su propio presente. Sé que parecerá un poco meloso, pero en todas las áreas de la vida me inclino por los viejos que no cuentan sus años y que continúan activos como si su muerte fuera a postergarse para siempre (excepción hecha, por supuesto, de los dictadores y demás sujetos malignos que ni su propia madre tolera).

En Satán en los suburbios, Bertrand Russell relata la historia de dos hombres, uno que practica el mal hacia la humanidad y otro perturbado que con tal de asesinar al malvado construye una máquina para calentar los mares y de una vez por todas cargarse a la humanidad entera. Este relato fue escrito hace cerca de sesenta años, cuando Russell se casaba por cuarta ocasión. Esto también puede uno hacer de viejo, casarse varias veces hasta volver asilos de ancianos todos los Registros Civiles. Si intento ser objetivo me parece que los viejos son, acaso, los únicos que tienen derecho a cometer un disparate semejante.

Ya desde entonces Russell se imaginaba el calentamiento global como epitafio para la humanidad. En los años que corren, Estados Unidos se ha mostrado reacio a disminuir las emisiones de gases contaminantes que tarde o temprano afectarán nocivamente el clima y, sin embargo, propone regular la producción nuclear en el mundo por miedo a que los terroristas hagan uso de ella en su contra. Prefiere morir de un mal en vez de otro. Sería exagerado llamar a su conducta —la de no firmar tomar medidas que eviten el deterioro climático— terrorismo futurista, aunque no tanto si se piensa que los terroristas intentan, como en el relato de Russell, acabar con Satán hundiendo a quienes se encuentren a su alrededor.

“La Segunda Guerra Mundial contó con cincuenta millones de muertos, mitad civiles y mitad soldados. Desde entonces la proporción se invierte, los conflictos armados suman muertos y más muertos aún por millones, pero el ochenta por ciento son mujeres, niños u hombres sin armas. La guerra llevada a su paroxismo se ha convertido en guerra contra la población civil”. (André Glucksmann). El exterminio del mal, la muerte de Satán encarnada en una porción de los seres humanos es terrorismo simbólico que anticipa masacres. Sin embargo, esta guerra contra la población civil no es sólo exclusiva de los milicianos, sino de las instituciones o gobiernos que se inventan males extremos para conservar intactos sus intereses. De ello trata una buena parte de la historia de los hombres, y de algún modo Bertrand Russell lo ratifica en este relato escrito en el ocaso de su vida.

La tarea de buscar respuestas no es la misma que darlas y Bertrand Russell se avocó a la primera todo su tiempo. Sus conocimientos matemáticos y su poner en marcha toda una tradición de pensamiento lógico no se opuso a sus intereses humanistas y sociales. Incluso obtuvo el Nobel de Literatura que se le otorgó seguramente por escribir tan bien aún siendo filósofo y matemático. Los viejos no tienen por qué dejar de pensar a no ser que un pedazo de madera les atraviese el cráneo. Y en esta época de jóvenes tecnócratas que por lo regular piensan con la boca, Russell es prueba de que en verdad han existido hombres sabios aun cuando su voz no se escuche más que en los rincones.

domingo, 18 de abril de 2010

De premios y desengaños

18/Abril/2010
La Jornada Semanal
Luis Rafael Sánchez

Amediados de los años noventa José Donoso volvió a Puerto Rico con motivo de la proyección en el San Juan Cinema Fest de la Luna en el espejo, película de la cual es guionista. Nos juntamos a comer, junto a su mujer María Pilar y mi amiga Carmenchu Vázquez, en un restaurante acabado de inaugurar, el Amadeus. Las novedades del menú y la diligencia de un personal capitaneado por el dueño, el arquitecto Cheo Ramírez, lo hicieron exitoso. Abono al éxito la coincidencia de su apertura y la entrega del Oscar a F. Abraham Murray por interpretar al compositor Antonio Salieri, quien desperdició parte de su vida en envidiar a Wolfgang Amadeus Mozart.

Nunca antes en la envidia, ese ataque de desazón ante el bien ajeno, consiguió tan desgarrado retrato. Nunca antes un actor elaboró, tan a plenitud, el helamiento del envidioso cuando atestigua la superioridad del envidiado: helamiento de una sobriedad equívoca bajo la cual trasiega la amargura.

Conocí a José Donoso en Washington, durante un congreso de escritores. Nos reencontramos en mi apartamento de Río Piedras, cuando la Facultad de Humanidades lo trajo acá por vez primera. Volvimos a encontrarnos en la feria del libro de Buenos Aires y en Nueva York mientras acordaba la venta de sus manuscritos a la Universidad de Princeton. Finalmente, cuando volvió para asistir al pase de La luna en el espejo, película en sintonía con el resto de su obra, próspera en encierros y tenebruras, apegamientos fatales al pasado y renegaciones cobardes de la sexualidad ajena a la normal.

Ojo: no obstante los encuentros y reencuentros afables, no obstante conservar cartas suyas y un ejemplar dedicado de sus relatos Taratuta y Naturaleza muerta con cachimba, jamás lo llamé Pepe, como jamás llamaría Gabo a García Márquez. Ser confianzú o agentao no engorda la nómina de mis defectos. Peor, según pasan los días se me exacerba la personalidad evitativa: dos o tres personas me bastan para socializar si median la inteligencia congruente, el humor guerrillero y el temperamento lúdico.

Cuadré cuenta y propina y sugerí apropiarnos de la noche sanjuanera al son del palique. Por la calle de Cristo llegamos a la Catedral, enfilamos hacia el Paseo de la Princesa e irrumpimos en la calle Recinto Sur, a cuya mitad hoy radica la librería La Tertulia, paréntesis donde oxigenar la sensibilidad y desoxidar la inteligencia.

María Pilar y Carmenchu se mutuo alimentaban la pasión por Barcelona y Donoso elogiaba a la novelista alemana Crista Wolf. La alusión oblicua a Alemania me acordó el regio poemario Las hermosas, de Gonzalo Rojas, a quien conocí en Berlín, donde fui bienaventurado hasta la terquedad.

La fresca amenizaba el palique. Recalamos en el vecindario del teatro Tapia, subimos hacia la calle de San Francisco y nos sentamos en un banco de la Plaza de Armas, de cara al reloj de la casa alcaldía. De buenas a primeras José Donoso preguntó: �Luis Rafael, ¿qué opinas de mi obra?�

Todavía me sorprende la pregunta. El excelso narrador chileno dudaba sobre la valía de su obra cuando más se la publicaba y traducía. Y cundía la admiración a su voluntad de sondear las zonas abismales de la persona, sondeo que alcanza la excepcionalidad en El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche: un crítico plantado en el rigor como Juan Guillermo Gelpí, cuya lucidez ha extraído insospechados signos a la cronística del México urbano en el libro Ejercer la ciudad, distingue El obsceno pájaro de la noche como la novela cumbre del Boom, ese río de epifanías narrativas.

Claro que arte y duda se complementan. Ningún artista, fuera del que padece delirio de grandeza, escapa a la duda periódica sobre la valía de su creación. En casos extremos la duda triunfa y el artista se consagra a malquerer el propio talento. De la duda a la profesión de votos de silencio apenas hay medio paso.

Pero nada de lo anterior remitía a mi interlocutor, puntual en sus comparecencias editoriales. Calculo que mi detallada opinión admirativa lo autorizó a formular una segunda pregunta: �Entonces ¿por qué no me han otorgado uno de los premios importantes?: el Cervantes, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Juan Rulfo?

María Pilar lo recriminó, amorosamente: en Chile acababan de otorgarle el Premio Nacional de Literatura, a la par que otorgaban a José Edwards, su mejor amigo, el Municipal de Literatura. De poco valió la recriminación amorosa. Como desengañado, José Donoso envió la mirada al reloj de la alcaldía. Hice lo mismo por una razón distinta: ampararme en la imparcialidad del tiempo.

Describí los premios literarios como accidentes gratos. Añadí una nota irónica a la descripción: si los enaltece el cochino dinero el grado aumenta. Donoso sonrió. María Pilar y Carmenchu rieron. La sonrisa y la risa me autorizaron a proseguir.

Recuerdo haber dicho que cualquier �premio importante� se honraría en honrar a un escritor como él, matriculado en los riesgos que supone reinventar la lengua y adecuarla a la incisión de la mirada acabada de reinventar también. Dije, asimismo, que el otorgamiento de los �premios importantes� atina la mayoría de las ocasiones. Pero objeté los acordados por deferencias extraliterarias. La aureola moral que distingue a un candidato, dada su insobornabilidad cuando la Historia lo contrarió, o la utilidad de halagar el país del cual procede, logran aupar su candidatura: abundan los escritos premiables a quienes se evade premiar porque la realización de su obra no la enmarcan circunstancias trágicas: lástima que los empedernidos demonios interiores no den la talla de circunstancias trágicas.

El silencio se tragó a José Donoso. Resolví ir a por el nocaut. Me lo emprestó la décima de La vida es sueño que recita Rosaura tras el hipogrifo violento derribarla frente a la cueva donde yace Segismundo: �Cuentan de un sabio que un día,/ tan pobre y mísero estaba,/ que sólo se sustentaba,/ de unas yerbas que cogía,/ ¿habrá otro, entre sí decía,/ más pobre y triste que yo?/ Y cuando el rostro volvió,/ halló la respuesta viendo,/ que iba otro sabio cogiendo,/ las hojas que él arrojó.�

La décima calderoniana me avivó la impaciencia.

�Podrías ser un gran poeta haitiano, carcomido por la desesperanza endémica de Puerto Príncipe, autor de poemarios que obligarían a replantear la reciedumbre y la luminosidad poética si llegaran a publicarse. Lo que no ocurrirá, desde luego. En homenaje a ese gran poeta haitiano, venerable como el soldado desconocido ante cuya tumba nunca falta una ofrenda floral, alégrate de recibir otro �premio importante�, muy digno de aprecio: lo otorga cada lector que selecciona tus libros de entre los miles estibados en las librerías y anaquelados en las bibliotecas.

La noche se dio prisa. En la calle de San José giramos hacia la de San Sebastián. José Donoso me impidió abrir el Lumina Chevrolet, estacionado frente al Amadeus. Invitaba a café, té, coñac. Lo atajé: �Invitas en Chile, en Puerto Rico invito yo.�

María Pilar y Carmenchu prosiguieron hacia el Patio de Sam, histórico bar junto al Amadeus. Todavía en la acera Donoso me abrazó cual sin aliento. La piel grabó en su disco duro aquel abrazo. Que el virus del olvido estraga más que los virus cibernéticos.

Borrachos de amistad ingresamos al Patio de Sam.


sábado, 17 de abril de 2010

La derrota de la página en blanco

17/Abril/2010
Suplemento Babelia

Veintiún escritores, entre ellos dos premios Cervantes -Antonio Gamoneda (2006) y Juan Gelman (2007)-, reflexionan sobre la tarea del escritor y ofrecen algunas recomendaciones a los autores noveles en vísperas de la celebración del Día de Libro y de la entrega a José Emilio Pacheco del Cervantes 2009 el próximo viernes 23 de abril.

Elena Poniatowska

Si toda la vida me la he pasado buscando respuestas, es poco probable tener reglas para escribir. Si yo soy la que pregunto desde que sale el sol hasta que se mete, ¿cómo voy a saber qué se hace para enfrentar a la página en blanco? Con la página en blanco comienza la inmensa aventura frente a la mesa de trabajo, bueno, antes era una mesa, ahora es una pantalla también espantosamente blanca y llena de trucos, trampas, escondites porque una sola tecla te borra el alma. Hay días buenos y días malos. En los malos, todo va a dar al cesto de la basura, en los que uno cree buenos, sale media paginita y uno se esponja como gallina roja. Es más fácil poner un huevo que escribir. Escribir me cuesta un huevo y la mitad de otro. Bueno, como si yo tuviera huevos. La única manía que puede evitarse es insistir y empeñarse en vez de salir a la calle y abrazar a los demás aunque sea con la mirada.

Enrique Vila-Matas

Consejos a un principiante para enfrentarse a la página en blanco: tratar de driblar a la plúmbea tradición acumulada y buscar percepciones, ideas nuevas. Ahora bien, para driblar es necesario haber leído previamente mucho. Puede parecer paradójico, pero sólo habiendo leído mucho se puede intentar la aventura de ir en busca de la frescura, del gesto que devuelva al arte la potencia que tuvo en sus orígenes. Por eso me sorprenden los escritores jóvenes que dicen escribir sin previamente haber leído demasiado. A los que dicen pasar de Dickens y Proust quiero advertirles que, como la escritura es una carrera de fondo, a la larga pueden quedarse sin una bombilla en su cerebro literario y convertirse en dibujante de cómics, pero no en escritores. En resumen: se recomienda leer y ser contemporáneos. Esto último parece obvio, pero téngase en cuenta que en la literatura española algo tan simple como ser contemporáneo ha sido generalmente una rareza.

Esther Tusquets

A los muchos escritores principiantes que como editora he tenido ocasión de tratar les he dicho siempre lo mismo: la única forma de aprender a escribir es leer. Tengo poca fe en los talleres de escritura, o en los cursillos donde te preparan para la profesión de escritor. Su eficacia depende de las personas que los dirigen, si éstas son de gran altura es obvio que podemos sacar provecho de sus consejos, pero, aun en este caso, si además de la docencia son ellos mismos escritores, considero preferible leer su obra que asistir a sus clases. El escritor principiante debe leer tanto como pueda y -es otro punto del que estoy segura- debe leer sobre todo a los clásicos. Les aconsejaría también que no partieran del propósito de ser originales, distintos, de hacer a toda costa algo nuevo. Tal vez lo logren, y será magnífico, pero no debiera ser el objetivo primordial. Y nadie que se tome en serio la profesión estudiará los índices de ventas, cuáles han sido los best sellers, qué incentivos estimulan al comprador, qué es "lo que se lleva". Esas míseras funciones puede dejárselas al editor. Y por último les diría que no se tomen demasiado en serio esa supuesta angustia ante la página en blanco: a lo largo de la creación de una obra, hay múltiples momentos de angustia y surgen en los puntos más inesperados. La última página puede generar tantos problemas e inseguridades como la primera.

Bernardo Atxaga

Entre otras cosas, el escritor debe ser consciente del Código Penal que activa nada más ponerse a escribir. Van dos líneas, y ya tiene enfrente una lista de prohibiciones y de castigos. Ha empezado a narrar en primera persona, ergo ya no le es posible utilizar la primera o la tercera. Ha puesto un taco en el segundo párrafo, ergo no podrá evitarlos en las páginas siguientes, y a ver qué pone cuando llegue a la doscientos, después de dos docenas de diversos joderes y una y media de me cago en... Y si en lugar de un taco ha puesto un latinajo como ergo, pues peor aún, porque obliga a más, por ejemplo a escribir ex aequo en la tercera página y a posteriori en la octava, y cierra para siempre la vía hacia un texto serio como el que, dicho sea de paso, yo quería escribir antes de que me saliera precisamente el ergo, y la musa, Código Penal en mano, me prohibiera ese fruto.

Juan Gelman

¿Consejos? Para los jóvenes poetas, ninguno. Los únicos maestros son los grandes en lengua castellana y ayudan a encontrar la propia voz. Se busca, entonces, lo mismo que ellos buscaron y hay que ir a la página en blanco virgen de todo mecanismo adquirido en una escritura anterior: cada nueva obsesión tiene su música. Escribir poesía es abrirse camino en uno mismo. Decía la gran poeta rusa Marina Tsvetáieva: el poeta no vive para escribir, escribe para vivir.

Santiago Gamboa

Conviene, al inicio, imaginar una novela descomunal, pues la escritura es un proceso de pérdida: se sueña con una catedral y al final se logra una iglesia de provincia. Luego escribir de forma obsesiva, aunque no siempre "escribir" significa golpear el teclado. A veces basta con pensar intensamente en lo que se está escribiendo. Pero a veces, pues no hay que olvidar que las novelas tienen muchas páginas y alguien debe hacerlas. Y un consejo suplementario: cada día, para concentrar fuerzas, se pueden decir en voz alta estos versos: Prometo querer narrarlo todo y contra toda esperanza. / Prometo ser sincero en la verdad y en la mentira, y prometo contradecirme. / Prometo no ser tan "versátil" como algunos editores quisieran. / Prometo no ser nunca un escritor sin escritura. / Prometo reescribir, tachar, borrar y maldecir hasta quedar sin aliento. / Prometo todo esto, Señor, en nombre de tantos autores caídos en el campo de batalla de la página en blanco. / Prometo también algo muy sencillo. / Repetir cada mañana esta plegaria: / "Señor, no soy ávido / sólo te pido 500 palabras".

Matilde Asensi

Antes de empezar a escribir hay que disfrutar del proceso de creación. En general, todo el mundo considera que teclear en el ordenador es, de hecho, el trabajo del/la escritor/a, que la inspiración guía mágicamente sus dedos y que la narración va saliendo mientras se escribe. Pero cuando ese momento llega, ya se han dejado atrás muchos meses (incluso años) de proceso creativo: tus personajes tienen nombres y vidas, tu argumento está completo, conoces las diferentes historias que se trenzarán a lo largo de la obra y ya has documentado la época histórica en todos sus aspectos. En realidad, la fase de creación es la más amplia e interesante; escribir, lo que se dice escribir, sólo es el final del proceso.

Fernando Aramburu

Sinceramente, joven, el único consejo útil que puedo darte es que seas un genio. La genialidad ayuda a evitar complicaciones. Es como ir de viaje en un automóvil de fórmula 1. Llegas antes, aunque ay de ti como te salgas de la carretera. Si vas andando no te quedará más remedio que encomendar tus ilusiones al trabajo constante, al estudio minucioso de la lengua, a tu conocimiento particular de los asuntos humanos. Tengas mayor o menor talento para la expresión escrita, procura ser auténtico porque, de lo contrario, ¿qué vas a ofrecer sino humo a los demás? Y desconfía de los pelmas aconsejadores que pretendemos alumbrar el universo con una chispa.

Fogwill

El de la página en blanco es un lugar común tributario de la mitología del artista, su padecer, sus sacrificios. Mallarmé, en su Brise Marine lo llevó al extremo, con una ironía que pocos advierten: en el poema la página en blanco es restaurada hasta recuperar su materialidad de "vacío papel que defiende su blancura" y se suma a "los viejos jardines hechos para mostrarse", "la claridad desierta de la lámpara" y a "la joven esposa que amanta su bebé" como formando el todo repudiable de la vida burguesa. Su consejo a los que temen a la página en blanco es enfrentar a la tormenta, naufragar y perderse hasta poder "atender-entender" el canto de los marineros. Tenemos la cabeza llena de cantos de marineros, campesinos, soldados y maestros de la lengua: escuchémoslos y dejémonos de mariconerías domésticas como los triviales ritos del escritor que cree temer a la hoja en blanco cuando lo acosa una deplorable blancura mental.

Yuri Herrera

No existe eso que llaman bloqueo de escritor. Si no escribes: o no tienes nada que decir, o no es el momento de decirlo, o eres demasiado perezoso para ponerte a trabajar. En cualquier caso no hay por qué angustiarse, el mundo seguirá girando a pesar de tu silencio. Hacer literatura no es un deber. A nadie le urge un escritor. Si uno entiende eso puede tomarse el tiempo necesario para escribir, sin contentarse con la autoconfesión o la escritura automática, formas de la calistenia. Porque el verbo más importante del oficio es rumiar; la literatura se gesta rumiando. Hay que dejar que a uno se le pudran las historias en la cabeza, que fermenten hasta despedir ese olor que indica que ya están listas para ser puestas en palabras.

Elvira Lindo

Por desgracia, no se puede enseñar a escribir literatura a quien no tiene talento. El talento no se enseña. Sin embargo, a quien sí lo tiene, un buen maestro le puede servir de gran ayuda. Los mejores maestros se encuentran, sin ninguna duda, en la estantería. No se puede adquirir un estilo propio si no se lee y no se imita a los grandes escritores. La admiración y la emulación a los clásicos son el principio obligado de una carrera literaria. Después, están las escuelas de escritura. Son interesantes porque ponen al alumno en contacto con personas que comparten las mismas inquietudes. Lo deseable es que el alumno encuentre a un buen maestro. El buen maestro ha de enseñar a amar la literatura sin papanatería, pero sin malograr la inocencia del alumno. Lo ideal es encontrar un buen maestro que no esté lacrado por el resentimiento. Hay maestros que quieren imponer sus manías y sus prejuicios literarios a sus alumnos. Que les inoculan el desprecio, que es el pecado más estéril de los literatos. De ellos hay que huir como de la peste. Nada mejor que el maestro que enseña a admirar, en primer término, y a analizar las dificultades de la creación. De un taller literario es posible que sólo uno o dos alumnos tengan futuro, pero por esos dos diamantes en bruto merecen la pena todas las escuelas de letras.

Arturo Pérez-Reverte

Escribir no es tanto cuestión de talento como de constancia. El trabajo, la dedicación y las lecturas son el camino más directo para tener éxito en la creación literaria. Con el tiempo, los escritores vamos cambiando y no es la misma novela la que escribes con 20 que la que escribes con 40, o con 60, porque tu corazón cambia con el tiempo, pero creo que todo escritor coherente debe pisar siempre el mismo territorio e ir desarrollándolo con los años. El lector siempre debe reconocer tu territorio. Desconfío del autor que cambia de territorio o que no lo deja claro en sus libros.

Antonio Gamoneda

Parto de una actitud permanente en el sentido de que la manifestación o la presencia del pensamiento poético es una parte de mi vida. Ese pensamiento poético, por decirlo de alguna manera, permanece inmovilizado, pero está conmigo todo el tiempo. Y, en algún momento, una parte de mi cerebro que los científicos nos están localizando, pone en marcha ese pensamiento poético del que hablo, el cual, a mi entender, difiere de cualquiera otra modalidad de pensamiento. Es un lenguaje interior que se activa rítmicamente, en su aparición hay un desencadenante musical, y ese pensamiento rítmico es identificable como pensamiento poético. Lo que no se debe hacer, sin que esto sea una ley de aplicación general, es crear un proyecto, programar, crear unas metas o significaciones previas con fines de escritura poética. No es precisamente el automatismo puro de los surrealistas, pero sí es una actividad que no debe ser intervenida por otras formas de pensamiento. Finalmente, de manera quizá no perceptible para el poeta hasta el final sí aparece un sentido, un conocimiento que se parte del no saber que decía Juan de Yepes al saber, al conocimiento, pero por mecanismos que no son la indagación, el estudio o la indagación previa.

Ángeles Mastretta

¿Escribimos para recordar o para ir adivinando lo desconocido? Alguna vez recomendó Julio Cortázar: "Cuenta la historia como si sólo fuera de interés para el pequeño círculo de tus personajes, pensando en que podrías ser uno de ellos". Yo no encuentro una mejor recomendación para quienes quieran meterse en este lío que es escribir quimeras. Inventar mundos, es querer adivinarlos. ¿Quiénes son éstos? ¿Quiénes fueron? ¿Qué pensaban? ¿Qué los conmovía? ¿En dónde viven? ¿A quién añoran? ¿A qué se atreven? Yo para eso escribo novelas. Para soñar con otros, para inventar personas a las que me gustaría conocer, con las que me haga bien convivir durante horas, durante días alargándose por años. Lo que me sucede no necesito reinventarlo, y cuando intento hacer algo así siempre termino aceptando que la historia que digo ha sido mía. Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. Yo de cómo escribir, de los trucos y los equívocos, no sé hablar bien. Lo único que sé con la claridad del agua, es que escritor es quien escribe todos los días, todos los ratos libres y siempre que algo mira, aunque no tenga lápiz, ni teclas con las que dejar constancia de sus palabras.

Rafael Gumucio

¿Se puede enseñar a escribir? Claro, con un buen silabario y una profesora paciente no hay niño que no sepa después de unos meses escribir su nombre y el de sus padres. ¿Aprender a ser escritor? Ser escritor es ser por escrito, ser más intensamente, más completamente por escrito que por cualquier otro medio. Todos tienen la facultad de lograrlo. Las materias que se necesitan aprobar son justamente las que no se enseñan en la universidad, pero las que se imparten en cualquier otra parte: la valentía, la honestidad, el descaro, la oportunidad, la lucidez, la gracia. Por otro hacer de escritor es más simple, basta usar anteojos, leer mucho, encerrarse en alguna universidad americana por un semestre, ser jurado de cuanto concurso hay, vestirse de chaqueta de mezclillas y preocuparse por grandes temas tipo "el mal", el vacío y la cuarta guerra mundial.

Ramiro Pinilla

El acto de sentarse a escribir nunca ha gozado de mi preferencia entre los demás del día. Siempre hubo otras necesidades más apremiantes. Sin embargo, he logrado escribir. Lo que advierte sobre la coartada de la falta de tiempo. Siempre hay tiempo para respirar. Porque, digamos, se trata de coraje. Abundan los llamados, los que redactan bien en la escuela y un día, a los dieciséis años, leen a su abuela una incipiente cuartilla y la buena señora alza los brazos y exclama: "¡Tenemos un escritor en la familia!" Con cosas así se empieza en esto. ¿Merece la pena? Un buen sueño siempre merece la pena. Pero habrá que mantenerlo limpio. No conviene, desde un principio, pretender vivir de la literatura: es peligroso para el sueño. Nunca viví de ella, siempre tuve un par de empleos. ¿A qué viene este consejo? ¿Os suena la palabra libertad? Y luego, disciplina. A un escritor compulsivo le sobra la disciplina. Creo en el trabajo lento, en soledad y al amparo de una inspiración más o menos obediente. Nunca reneguéis de los insomnios, a los que suele acudir la imaginación. Un texto, una narración, nunca es lo suficientemente buena. Siempre pudo estar mejor. Te pueden alabar mucho una historia, pero tú sabes que lo hacen porque ignoran lo que tenías en la cabeza y no halló la forma perfecta. De mis novelas y cuentos sólo pequeñas partes alcanzaron la feliz conjunción fondo/forma que creía ver, no alcancé el sueño. ¿Era posible? Sí en un texto corto, un cuento. Pero acaso esta perfección no sea más que un delirio del propio sueño, porque si cada historia o tema requiere un estilo o lenguaje distinto dentro de cada narración, y más si es larga, también conviven episodios diferentes que acaso están marcando estilos diferentes. Aunque, cuidado, porque el escritor no es un robot, él es el culpable de lo bueno y de lo malo. En este sueño no hay sonámbulos.

Andrés Neuman

Aristócratas y pedagogos. ¿Se puede enseñar a escribir?, ¿hay unas reglas mínimas? Herméticos y aristócratas necesitan pensar que no. A pragmáticos y pedagogos les conviene pensar que sí. ¿Se puede ser un aristócrata pedagógico? Ay. No se debe... 1. No se debe escribir en estado de ebriedad o enajenación por estupefacientes. 2. No se debe escribir novelas universitarias. 3. No se debe creer que hay cosas que se deben hacer. Sí se debe... 1. Se debe escribir sobre el estado de ebriedad o enajenación por estupefacientes. 2. Se debe escribir novelas universitarias, si no hay más remedio. 3. Se debe creer lo que digan los personajes.

Wendy Guerra

En mi país algunas piezas oficiales creen que las casas editoriales de todo el mundo nos publican porque añadimos ficción a buena parte de nuestro drama. Pero son ellos, la mano negra e invisible que enreda las cuerdas de nuestra propia realidad, quienes despojan lo maravilloso de lo real. Escribimos sin conocer lo que pasa debajo del iceberg. El ritual de lo que vivimos es un gesto preciado, un diamante que cruje para marcar cristales en blanco. Así se inicia nuestro oficio, nos proponemos historias cotidianas, salvadas de nuestra infancia, adolescencia y juventud espolvoreada de episodios, pero la historia misma nos despierta a una trama mayor. Escritores de ficción sustituyen por veces al periodista que no puede decir lo que contamos. En todos los tiempos un escritor se enfrentó con pánico al blanco de su pizarra, pero mi instante sobre el hielo es el arte de cincelar con herramientas las palabras sobre el frío.

Lorenzo Silva

Padecí, como muchos, el martirio de sentarme ante un folio virgen con afán de mancharlo de algo impreciso y sublime. Incluso creo que llegué a sufrir ante alguna de aquellas pantallas negras de WordPerfect. Pero hace muchos años que no he vuelto a pasar por el ominoso trance. Mi truco: nunca salgo a pelear sin haber cargado a conciencia mi arma, y nunca la empuño (salvo fuerza mayor) sin cerciorarme de que estoy despejado para hacer buena puntería. No escribas sin algo concreto que contar. Con eso, y la mente bien despierta, el folio o la pantalla en blanco son el más placentero campo de maniobra.

Marcos Giralt

Tener presente que la escritura es una disciplina que exige concentración y rigor; no creer en la inspiración sino en el trabajo; saber que éste empieza antes de ponernos a escribir, en la mirada, y que por eso hay que entrenar la pluma tanto como los ojos con los que vemos el mundo; olvidar en lo posible nuestra propia vida, pero convertir la escritura en una prolongación de ella escribiendo solamente sobre asuntos que nos importan; no conformarnos con la primera versión de un texto, releerlo y corregirlo cuanto consideremos necesario; no hacer caso de consejos que contradigan nuestro propio instinto, y elegir cuidadosamente a nuestros modelos, que sean de verdad grandes. Con esto, que no es poco, y un buen diccionario, cualquiera puede enfrentarse a la escritura. Cómo alcanzar el estado idóneo depende de los hábitos y manías de cada cual. En mi caso necesito música y un número suficiente de horas por delante.

Alberto Manguel

Hay áreas en las que ningún consejo vale: nadie jamás ha podido servirse del consejo de otro para saber cómo hacer que un pan con mantequilla no caiga del lado de la mantequilla hacia abajo, cómo recrear un sueño en todos sus detalles, cómo razonar con el Papa, cómo enamorarse. Virginia Woolf (o quizás fue Somerset Maugham) dijo que para escribir un buen libro hay tres reglas, pero que, desafortunadamente, nadie sabe cuáles son. Forzado a dar consejo a quien quiere escribir, sugiero seis cosas: 1. Leer. 2. Leer. 3. Leer. 4. Leer. 5. Leer. 6. Leer.


Cómo saboteamos al libro digital

17/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Es obvio que el libro de papel pronto perderá su protagonismo. Será objeto de colección. El e-book, a mediano plazo, nos conviene a todos.

Por ejemplo, a estudiantes. En nuestro país, ¡incluso las ferias del libro tienen mejores libros que las bibliotecas públicas! Siguen los acervos electrónicos gratuitos.

En el sector educativo, el libro digital urge. Los estudiantes no tienen acceso a la información existente.

Disciplinas como la filosofía ganarían muchísimo con el libro digital. Los libros de filosofía se leen con pausas, parte por parte, del mismo modo en que se lee en Internet. Sólo un mal lector de filosofía lee sin intervalos, como si una obra teórica fuese una novela de aeropuerto.

(En internet se lee texto breve, que pueda pausarse o conectarse con otro).

La literatura, en cambio, tendrá que modificar drásticamente su estructura.

La novela de entretenimiento perderá; es muy probable que la narrativa y poesía acelerarán su incorporación de sonido y visualidad como parte de su estructura discursiva al pasar del papel al monitor. Sólo así se sostendrán.

En la pantalla, varios géneros literarios desaparecerán.

La prosa (non fiction) será la gran ganadora. Sobre todo, el libro de investigación o difusión. Los versitos, los vencidos. El ensayo es el género del futuro.

Oponerse al libro digital es detener la sociedad del conocimiento, que es el modelo al que podemos apostar.

Con el libro digital también las editoriales (como hoy las conocemos) tendrán que reinventarse de pies a cabeza.

Hay causas burdas que están saboteando la transición hacia el libro digital: en muchos países —México, por ejemplo— ni siquiera hay empresas confiables que vendan obras por internet. Ni siquiera de papel: el sitio de Gandhi.com.mx es pésimo.

La otra razón que impide que el libro digital arraigue es la ideología de la propiedad privada.

Todo ese romanticismo ante el libro —“tener el objeto entre tus manos”, “sentir el papel” y demás cursilerías que autores y lectores arguyen— no es más que el cariño inconsciente que le tenemos al capitalismo.

Tener un libro se siente bonito porque ya nos gustó el elitismo y la división de clases.

Además, los libros de papel son biblias a escondidas, motivo clandestino de la defensa dogmática del libro impreso.

Romantizar al libro impreso es mitologizar religión y capitalismo.

Y ese otro alegato que dice que no se lee mucho en pantalla lo hacen generaciones ya adultas. Los jóvenes todo lo buscan en internet.

Faltan leyes, nuevos géneros de escritura, tecnologías, acuerdos entre universidades, empresas en línea y gobiernos.

Pero no olvidemos lo fundamental: el nuevo lector ya está listo.

A ese nuevo lector, efectivamente, no le interesa mucho el viejo libro. Tiene razón. Es hora de cerrar el tomo y apretar el botón.


A cien años de haber muerto Mark Twain

17/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Federico Patán

En 1835, Florida, Missouri, era un pueblecillo compuesto de dos calles que medían cien metros cada una. O al menos eso afirma Mark Twain en su autobiografía, para agregar enseguida: “el resto de los caminos eran meras sendas, con cercas y maizales en ambos lados.” Allí nació en noviembre del año citado Samuel L. Clemens, quinto hijo de John M. Clemens y su esposa Jane, quien el año 1863 inventara para disfrazarse el seudónimo de Mark Twain.

A cien años de su muerte, nadie puede negarle que es una de las figuras claves de la literatura estadunidense y una de las figuras perdurables de la mundial. Lo cual, si partimos de Florida y terminamos en el Twain de 1910, significa haber cumplido con uno de los sueños norteamericanos: ir por el esfuerzo propio de los harapos a la riqueza o al menos a la comodidad. Pero no se lo recuerda ni se lo debe recordar por circunstancia tan anecdótica. Que en 1892, durante un viaje por Europa, haya tenido trato con el kaiser Guillermo II no modifica en nada la valía de la obra que dejó escrita. Es por ésta que tiene mérito un escritor.

La literatura norteamericana, en uno de sus desplazamientos, fue moviéndose hacia el Oeste del país y, claro, fue atendiendo a lo que en tal desplazamiento encontraba, transformándolo en narrativa, hasta que en el siglo XX llegó al océano Pacífico y allí terminó esa parte de su exploración. Digamos, con lo escrito por John Steinbeck. Todo comenzó en la costa atlántica, donde se fue creando con el transcurso del tiempo lo que puede llamarse la visión refinada de ese mundo. Digamos, Henry James o Edith Wharton. Con su obra central, Mark Twain establece su pertenencia inicial a la vida fronteriza, aquélla de una lenta civilización que iba transformando lo silvestre en pueblos primero y en ciudades enseguida. Inicial porque el Twain de sus años maduros se habitúa pronto y bien al mundo refinado, que tan bien ha florecido en la costa atlántica.

Las dos novelas de mayor fama que dejara escritas confirman lo anterior: Las aventuras de Tom Sawyer (1876) y Las aventuras de Huck Finn (1884). Sin embargo, entre ambas hay diferencias de peso. Aunque las dos describen lo que puede llamarse la vida en el campo, lo hacen con intenciones distintas. La primera es una novela simpática, con un personaje central lleno de pillerías, que da ligereza a la trama y provoca en el lector lo que llamaré bienestar. Es una excelente novela juvenil, que desde su publicación fue bien recibida por el público. Tanto así, que Mark Twain inició enseguida la escritura de la segunda, la de Huck Finn. No le funcionó, y la hizo de lado un tiempo. Volvió a ella en varias ocasiones y seguía sin funcionarle. Hasta que por fin la madurez pareció llegar al proyecto, que el año 1884 pudo convertirse en libro impreso. ¿Su recepción? Entre febrero y marzo del 85 vendió 39,000 ejemplares.

Es conveniente ahora citar a Ernest Hemingway. Porque en su libro Verdes colinas de África (1935), dice lo siguiente: “Toda la literatura norteamericana moderna deriva de un libro escrito por Mark Twain llamado Huckleberry Finn”. No es afirmación fácil de pasar por alto. Si bien puede leérsela con desconfianza vale la pena meditarla, porque la crítica tiende a coincidir con ella en el sentido de pensar a la novela de Twain un texto clave de la narrativa estadunidense. Porque es, en primera instancia, una descripción precisa del mundo rural en el cual se crió Mark Twain, mundo que lentamente iba desapareciendo. Es, en segundo lugar, un Bildungsroman que narra con profundidad la maduración del protagonista, sobre todo en lo que concierne a su modo de interpretar el mundo, interpretación de tono en cada etapa más crítico según Huck crece. Por otro lado, mucho de la novela transcurre durante el viaje en balsa que Huck y el negro Jim hacen por el río Mississippi, que se transforma en una alegoría del viaje por la vida.

Entonces, Huck Finn es un retrato muy completo del mundo que Twain conocía. Lo es por la diversidad de personajes que lo habitan, cuya totalidad permite entender lo complejo de la época vivida. Lo es por el talento con que el autor reproduce la diversidad de hablas que componen ese universo. Lo es por la inteligencia con que el narrador (el propio Huck) describe el mundo físico por el que va viajando, mundo cada vez menos existente según avanzaba el siglo XIX y, por lo tanto, importante de rescatar. Pero hay además otro aspecto: ese mundo en desaparición colinda con el que se va imponiendo, lo cual constituye uno de los hilos conductores de la trama, pues la novela se inicia haciendo un enlace con la anterior, la que tiene a Tom Sawyer como protagonista, y anunciando que el entorno desea civilizar a Huck Finn. El final de la novela ¿qué dice? Pues lo siguiente: “Pero reconozco que debo partir hacia el Territorio antes que los demás, pues la tía Sally va a adoptarme y a civilizarme y eso no lo soporto. Ya anduve por ahí antes.” Con lo cual el viejo espíritu pionero, una de las bases sólidas de la esencia norteamericana, procura sobrevivir. Aunque sin subrayarlo mucho, la novela tiene asomos de nostalgia.

No es de extrañar que los libros relacionados con el Mississippi sean los mejores de Twain. Como dije, nació en un pueblo a orillas del río, de modo que guardaba muchas memorias del lugar. Pero además viajó un tiempo considerable a través de su corriente. Porque si bien cuando bastante pequeño, de trece años, comenzó a trabajar de aprendiz en una imprenta y, según acumulaba oficio, fue subiendo de categoría, no se estacionó en esa actividad, pues luego pasó a ser reportero en 1856 y se guarda registro de cinco artículos que publicó por entonces. Sin embargo, ese mismo año entró como aprendiz de piloto en los buques que navegaban el río, aprendizaje que duró hasta el año 1859, cuando obtiene la licencia de piloto. Según confesión propia, “iba a seguir el resto de mis días en el río, para morir asido al timón cuando mi misión concluyera. Pero poco a poco llegó la guerra…” En efecto, la Guerra Civil ocurre y uno de sus efectos indirectos es que termina con el negocio de los barcos que movían pasaje y mercancías por el Mississippi. Mucho de esto lo cuenta el autor en Vida en el Mississippi, una especie de memorias publicadas en 1883. Hubo otro aspecto, más bien de orden anecdótico, en que el río afectó al escritor: el seudónimo elegido. Porque “Mark Twain” significa, aproximadamente, “dos de profundidad” y era una advertencia que se hacía al capitán del buque sobre la hondura del río, para con ello evitar accidentes.

Lo anterior, por suerte, derivó en que Twain optara por el periodismo primero y la literatura poco después, actividades que complementó con una muy abundante labor de conferencista, mediante la cual redondeaba sus ingresos. Oliver Wendell Holmes, que fue su amigo por cuarenta años, en un extenso ensayo sobre Twain elogia la seductora manera de expresarse que éste tenía ante el público. Su dominio del escenario era total. En cuanto a su periodismo, varía de calidad dado el apresuramiento con que de pronto tenía que escribirse un texto, sobre todo en los inicios de su carrera. Los más antiguos que de él se conservan fueron publicados en 1852, es decir, cuando el autor tenía 17 años. El siguiente que se conoce es del año 59 y sólo del 6l en adelante, la producción es continua y variada. Igual se trata de consejos para aliviar un catarro que una nota dedicada al escritor Artemus Ward; igual es un comentario sobre los olores que otro sobre los barberos. A una variedad de temas así de enorme, ¿qué la une? El afilado sentido de la ironía que Twain manejaba, ironía cuyo basamento era lo popular y que no dejó de penetrar su narrativa.

En cuanto a ésta, el año 1865 es determinante. Por cuestiones de trabajo, Twain se encontraba en el condado de Calaveras y allí escuchó una anécdota que le dio material para una nota. Publicada ésta, tuvo una recepción entusiasta. La cuestión es que igualmente se la podía leer como cuento y como tal, con leves modificaciones, apareció en el primer volumen de narrativa corta del autor, que incluía 27 textos y que apareció en 1867 con el título de La celebre rana saltadora del condado de Calaveras y otros cuentos. Las ventas fueron débiles. Fue de las muy escasas ocasiones en que esto le sucedió al autor. En lo que a cuentos se refiere, Twain dejó muy claras muestras de su talento crítico en textos como “El billete de un millón de libras” o “El hombre que corrompió a Hadleyburg “, donde el sentido de la ironía servía de apoyo a un fuerte comentario social, terreno en el cual Twain se movió con enorme soltura. Porque era hombre de ideas liberales. Estuvo de acuerdo con Zola en el caso Dreyfus, por dar un ejemplo. Véase si no el siguiente comentario, que tristemente sigue funcionando hoy día: “El nuevo evangelio político: un puesto público es un hacerse de dinero privado.”

Se constata entonces que Twain sabía moverse con habilidad en varios campos de la escritura. He mencionado el periodismo, el cuento, la novela y a éstos hay que agregar el ensayo, que podía ser de comentario literario (“Las ofensas literarias de Fenimore Cooper”, 1895) pero también de oscuras meditaciones sobre el propósito de la existencia humana (“¿Qué es el hombre?”, 1906). Hubo otro filón de escritura que también exploró: la literatura de viajes. Una excursión a las islas Sándwich, en 1865, dio pie a una serie de artículos que el público recibió con entusiasmo. Entonces, contratado por dos periódicos, el año 1867 partió en un itinerario que incluía parte de Europa y la Tierra Santa. Fue enviando sus cartas, éstas se fueron publicando, tuvieron una magnífica recepción por parte de los lectores y cuando Twain regresó a su país vino a descubrir que se había hecho famoso. Así, no es de extrañar que al publicarse ese material como libro, en 1869, en seis meses se vendieran 31,000 ejemplares. ¿El título del volumen? Inocentes en el extranjero, donde se deja sentir la ironía una vez hecha la lectura del libro. Porque Twain mira al mundo con un sentido común (¿la inocencia?) lleno de malicia. A lo largo de su carrera literaria fue publicando otros libros de viaje, siendo uno de los últimos A lo largo del Ecuador, dado a conocer en 1897.

Pero claro, Twain es ante todo el creador de Tom Sawyer y de Huck Finn, que, a mi entender, representan dos caras de los Estados Unidos: Tom el lado del progreso económico y civilizatorio, y Huck el espíritu de aventura, de exploración. Curiosamente, Twain aseguraba que su mejor libro era Los recuerdos personales de Juana de Arco (1896), situado por la crítica al lado de Príncipe y mendigo (1881) y Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889) como novelas históricas. Pero siendo muy legibles, no alcanzan la magnífica calidad de las que se asoman al modo de vida norteamericano que el autor conoció.

Aforismos

Mark Twain

Di la verdad o engaña, pero acierta.

Adán no fue más que un ser humano, eso lo explica todo. No deseaba la manzana por sí misma; la quería sólo porque le había sido prohibida. El error estuvo en no haber prohibido la serpiente; entonces se hubiera comido la serpiente.

Cualquiera que haya vivido lo suficiente para saber lo que es la vida, sabe cuán honda es la deuda de gratitud que tenemos con Adán, el primer benefactor de nuestra raza. Él trajo la muerte al mundo.

Tratemos de vivir de tal modo que cuando llegue la muerte, hasta el dueño de la funeraria lo sienta.

Un hábito es un hábito. Nadie puede arrojarlo por la ventana, pero sí engañarlo para que, peldaño a peldaño, se vaya por la escalera.

Una de las diferencias
más sorprendentes entre un gato y una mentira es que el gato sólo tiene siete vidas.

La sagrada pasión de la amistad es de una naturaleza tan dulce, leal y duradera que se prolongará toda una vida si no se le exige prestar dinero.

Considérese bien la proporción de las cosas. Es mejor ser un escarabajo joven que una vieja ave del Paraíso.

¿Por qué nos alegramos de un nacimiento y nos entristecemos en un funeral? Pues porque no somos el interesado.

Cuando estés irritado,
cuenta hasta cuatro; cuando estés muy irritado, lanza un juramento.

Por lo que al adjetivo se refiere, si estás en duda, suprímelo.

El valor consiste en saber resistirse al miedo, en dominarlo, y no en la ausencia de miedo. Si alguien no es en parte cobarde, no resulta un cumplido afirmar de él que es valiente; se trata simplemente de una deficiente aplicación del término. ¡Consideremos el caso de la pulga! Sería, sin duda, la más valiente de las criaturas de Dios si el valor consistiera en ignorar el miedo. Tanto si uno está dormido, como si se halla despierto, le atacará, sin preocuparse del hecho de que el volumen y la fuerza del atacado son, respecto a los de la pulga, como todos los ejércitos de la Tierra en relación con un bebé. La pulga vive día y noche, y todos los días y todas las noches, al mismo borde del peligro y ante la presencia inmediata de la muerte, y sin embargo, no se siente más temerosa que un hombre que paseara por las calles de una ciudad, víctima de un terremoto hace diez siglos. Cuando hablamos de Clive, de Nelson y de Putnam diciendo que “no supieron lo que era el miedo”, debemos añadir siempre a la pulga y colocarla a la cabeza de esa lista.

sábado, 10 de abril de 2010

I love la narcocultura

10/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

La revista Proceso publicó una entrevista que Julio Scherer García realizó a uno de los narcotraficantes arquetípicos de México: Ismael “El Mayo” Zambada.

Hace algunos años hablé con el máximo escritor de Tijuana, Jesús Blancornelas, fundador del semanario Zeta. Uno de los temas que tocamos fue la seducción de la frontera hacia el narco. No olvidaré nunca su cara cuando le pregunté si él no se sentía, involuntariamente, el cronista oficial del Cártel de Tijuana.

Como muchos, respeto a Scherer. Pero si uno lee su entrevista algo resalta: quedó seducido por el narco. La portada habla por sí misma. Amor a primera vista.

Scherer habla del narco “como un imán irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates, los aviones, las mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios, las joyas como cuentas de colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la cúspide”.

México está fascinado por el narco.

A esta sociedad le encanta el narco porque representa el PODER ilimitado. La Silla convertida en Chevy.

El narco “desafía” al gobierno. Como todos odiamos al gobierno, la narcocultura, de inmediato, tiene millones de fans.

Pero —he aquí la clave de la narcocultura— aunque el narco parezca oponerse al gobierno, en realidad, lo subsidia. La narcocultura es la fórmula perfecta para adorar al autoritarismo. Los narcos y los padrecitos son símbolos de lo mismo: el patriarcado.

Los sacerdotes católicos son pervertidos. Por eso la gente puntualmente besa sus manos.

Lo mismo sucede con los narcos. Los adoramos porque sintetizan todas nuestras contradicciones. A la vez querer ser santos y criminales, héroes y culeros.

Ciudadanos, periodistas, funcionarios, empresarios, creemos que nos oponemos al gobierno cuando, en verdad, somos su garrote.

“El problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí”, dice (estilizado por Proceso) “El Mayo” Zambada.

Los periodistas —como los escritores o artistas— deben traspasar límites morales establecidos. Gracias a ellos debatimos los extremos sociales. Pero, vamos hablando claro, Scherer casi le pide un autógrafo al “Mayo”, dios-sol.

“La conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del sol y nuevamente me sorprende”. “El Mayo” lo invita al Photo-Op: “¿Nos tomamos una foto?”

Scherer, literalmente caliente, comenta: “Sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del encuentro con el capo”.

Según Lacan, el falo representa al poder. En México, el falo hoy lo simbolizan los narcos, poderosos, cabronsotes, ¡Chingones!

Para decirlo con frases que aquí todos comprendemos —desde mi abuelita hasta Scherer— esta cultura está enculada con el narco. A México ya se lo cargó la chingada.


viernes, 9 de abril de 2010

Medios

9/Abril/2010
El Universal
Macario Schettino

Esta semana me parece que confirma que uno de los actores que menos ha aportado al proceso de cambio político en México son los medios de comunicación (el otro es la academia). Desde el uso faccioso de los medios públicos estatales en Hidalgo y Veracruz hasta la inexistente entrevista a un capo por parte del decano del periodismo “de avanzada”, pasando por el uso y abuso del caso Paulette.

Habrá opiniones al respecto, muy diversas, empezando por quienes, desde los mismos medios, defienden su derecho a hablar de lo que sea y como sea, con la excusa de que “es nota”. No sé si quienes estudian a los medios han caído en cuenta que este argumento es circular: nota es lo que los medios consideran que el público quiere saber, y eso es lo que ofrecen. El público no tiene otra opción que seguir lo que los medios han decidido. La nota es una profecía autocumplida.

La democracia depende de manera determinante del flujo de información, y los medios son el principal instrumento de este flujo en las democracias modernas, todavía. En consecuencia, la definición que toman acerca de la agenda noticiosa es el centro sobre el que se construye la discusión pública. Cuando esta agenda está limitada por el poder, como en los casos estatales mencionados; cuando pierde el sentido de la información en busca de oportunidad y protagonismo, como en la entrevista; o cuando la agenda se reduce al sentimentalismo y morbo, no hay información para la democracia, hay control, confusión o distracción de las masas.

Ésa era la función de los medios en el régimen autoritario, y desafortunadamente no hemos podido transformarla. Los medios sólo le han añadido a ello una vocación por la acusación desde la cual han buscado transformarse en el referente moral de la sociedad. No una postura crítica, sino acusadora; no un referente democrático, sino moral.

El resultado son encabezados agresivos, pero sin sustento; conductores que pontifican y que no escuchan a sus entrevistados, suponiendo que es deber del periodista decidir lo que puede o no decir su contraparte; notas que no pueden tener seguimiento porque el medio ni siquiera investigó lo suficiente. Es un periodismo que sigue correspondiendo a un régimen autoritario, pero en el que son los medios quienes quieren asumir el papel del centro del poder. Autoritarismo mediático, si quiere.

Por eso la relación entre los medios y el poder no ha cambiado, sigue siendo subrepticia, oscura, de negocios. Los medios estatales, en buena parte del país, siguen funcionando exactamente como lo hacían en tiempos del viejo régimen, mientras que los medios nacionales lo que han cambiado es la dirección de la relación: ahora ellos quieren imponerse al poder. Pero la relación es la misma.

Por eso la discusión pública no puede salir de los mismos temas: parroquiales, pobristas, demagógicos, sentimentales, circenses a fin de cuentas. No podemos poner a México en perspectiva, porque sólo nos vemos el ombligo; no podemos discutir a fondo los temas relevantes, porque todo siempre acaba explicado por la pobreza; no podemos hablar en serio, porque es políticamente incorrecto decir con todas sus letras que muchos medios siguen vendiéndose a los políticos, mientras otros se dedican a comprarlos, no podemos decir con toda claridad que las leyendas del viejo régimen ya no tienen cabida en la democracia, no podemos reconocer el fracaso que es México.

No queremos aceptar que lo hemos destruido entre todos por mantener creencias absurdas, por fingir respeto a manifestaciones populares que no lo merecen, por evitar la discusión franca y abierta sobre las opciones que tenemos y los costos que cada una implica. No, nos basta con erigirnos en jueces sacando frases de contexto, usando cifras que no entendemos, esgrimiendo ejemplos absurdos.

La estructura empresarial de los medios de comunicación es la misma del viejo régimen, pero no parece estar ahí el principal obstáculo. Creo que los periodistas tienen que hacer un verdadero esfuerzo por analizar su participación en la sociedad actual, aplicando esa crítica que dicen ser capaces de hacer a sus propias creencias y actitudes. Reitero, no es posible la democracia sin el flujo de información, de forma que los medios son indispensables para la construcción de ciudadanía y para el éxito de la democracia. Hasta hoy, son también parte, y no menor, del fracaso. Como lo es la academia. Somos, pues.


lunes, 5 de abril de 2010

Ir y venir

5/Abril/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

La vagancia no sólo es un sabio modo de habitar el mundo, sino que posiblemente se trate de la única manera de obtener conocimiento sin desperdiciar verdaderamente el tiempo. Yo la practico no sólo a través del movimiento físico, sino también desde la observación (“El pensamiento como forma de locomoción”, dice el poeta Luigi Amara en su libro A pie). Es comprensible que sea vago porque soy escritor y no podría jamás hacer nada en serio. Proponerme una meta y en seguida vivir como una hormiga para cumplirla no forma parte de mis planes. Me avergonzaría vivir para “cumplir metas”. Yo viví un tiempo en Berlín, ciudad en que caminaba aproximadamente diez kilómetros diarios (en México camino mucho, pero tengo miedo, sobre todo de la policía). Vi muchos garabatos (o grafitis) en las paredes. No solamente los restos del muro que dividió la ciudad se convirtieron en superficie ideal para la pintura o el estarcido, sino que barrios como Kreuzberg o Prenslauerberg tomaron parte de su sangre de las imágenes anónimas que tapizan sus paredes. El impulso primitivo más la necesidad de colmar el vacío de una ciudad que fue arrasada por las bombas y dividida durante casi tres décadas por un muro absurdo, han dado a Berlín un aire de ciudad nueva y sabia al mismo tiempo (incluso dos de las construcciones que más sufrieron estragos durante la guerra, el Reichstag y la Iglesia del Kaiser Guillermo, se mantienen en su sitio como metáforas de una vida que continúa sobre las ruinas y no se detiene). Las ruinas son en realidad la única metáfora de la vida que continúa en pie. Yo amo, por ejemplo, la mirada de una mujer vieja que ha perdido su belleza física pues en esa mirada anida de alguna manera la verdad, la realidad y el espejo del mundo.

Las noches de noviembre en Berlín son extensas y negras como una cueva de montaña (o como la axila de un simio) y la melancolía o los sueños suicidas aparecieron por primera vez durante mi estancia en el barrio de Schöneberg. La verdad es que varias veces tuve ganas de colgarme (aunque el alcohol ayudó mucho a alimentar tales deseos). El cielo toma una coloración extraña durante esos días y el frío comienza a volver inhóspita una ciudad que normalmente es gentil y hospitalaria. Justo en un noviembre de hace casi dos siglos se suicidaba en Potsdam un escritor extraordinario y poco conocido, Heinrich Von Kleist cuyos relatos me acompañaron durante un periodo de mi estancia en Berlín (el azar provocó que un amigo me obsequiara el libro Narraciones justo el día en que muchos años atrás Kleist eligiera para suicidarse junto con su amada Henriette). Aludo a este pasaje sólo con el fin de acentuar que en situaciones extremas el invierno hace que las razones se conviertan en sospechas tenebrosas, sospechas que en mi caso logré paliar sólo a través de la escritura o con una buena garrafa de Jägermeister (ese vino de yerbas tan amargo y cálido con el que los alemanes se entretienen).

En el vagar nocturno me encontré con tantos lugares donde perder el tiempo de una manera digna, desde sótanos hasta bares luminosos en los que un pinchadiscos ensimismado, pálido y escondido tras una barra apenas si levanta la mirada para echar un ojo a la clientela. Ejemplos vivos son el Ball Haus, en Mitte, el CCCP en Torstrasse o el White Trash, en Schönhauser Alle. Aunque a tantos cueste reconocerlo el DF es una fidedigna y legítima (aunque siempre parcial) representación de lo que es México, en cambio Berlín no es precisamente Alemania y podría ser perfectamente otro país. Durante una visita que en 1950 hizo Hannah Arendt a esta ciudad remarcó el hecho de que la población berlinesa odiaba profundamente a Hitler (casi tanto como nosotros, los mexicanos, odiamos a los diputados y demás calaña) y que una vez derrotado el ejército alemán esta población no hizo más que respirar aliviada y comenzar la construcción de su ciudad en escombros. Todavía hoy se pueden advertir aquí las consecuencias de ese desahogo histórico del que nos habla Arendt, además de que el placer que causa haber echado a tierra un muro dota a la ciudad de un humanismo mundano, saludable en una época en la que domina la barbarie tecnológica y las ciudades occidentales comienzan a parecerse cada vez más unas a otras. El libro de Arendt al que me refiero es una colección de ensayos que se titula Tiempos presentes. Es un libro sabio, aunque a veces tedioso.


sábado, 3 de abril de 2010

Cien años de machismo mágico

1/ Abril/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El recién estrenado documental que Mario Sábato hizo sobre su padre, Ernesto Sábato, es una reivindicación de su madre. Los adelantos reiteran, una y otra vez, la incomprensión que este gran novelista latinoamericano tenía de la mujer. Esa ignorancia de lo femenino lo volvió un varón atormentado y un chillón metafísico.

El corazón delator de El túnel y Sobre héroes y tumbas —sus grandes obras— es su visión de la mujer como bruja que encarna la sin-razón y la perdición.

Los personajes femeninos de Sábato son Evas, pequeñas o malvadas, pero siempre Evitas. Sábato escribió El túnel para asesinar a una mujer.

Como los novelistas norteamericanos —Hemingway, Mailer, Kerouac—, los sudamericanos conciben a la mujer como entidad tan amenazante como divina, exactamente como Vicente Fernández las retrata en la canción mexicana ranchera.

Las mujeres de Cien años de soledad, por ejemplo, son amantes castigables o títeres virginales. El modelo infantil de mujer de García Márquez quedó evidenciado en Memoria de mis putas tristes.

La literatura no debe ser medida moralmente. Pero, ¿cómo negar el machismo mágico de García Márquez?

El mismo, asimismo, de Shakira y Cortázar.

Ambos ven a la mujer como una encantadora tontita, hecha de pura “intuición”.

Rayuela es una novela que experimenta con todo, menos con los estereotipos de la mujer, explotados al máximo.

La única forma de salvar a Cortázar del cargo de edulcorar la misoginia es alegar que “La Maga” es un símbolo.

¿Del alma o ánima de Cortázar? ¡N’hombre! ¡Qué va! La Maga es un símbolo inconsciente de la Mariguana, que ponía a Cortázar en las nubes y que, en buena medida, le deshizo libros (como Modelo para armar).

La Maga es la Mariguana.

La causa de que la literatura latinoamericana se encuentre estancada es que no ha renovado su idea de la mujer.

Las propias novelistas representan a las mujeres como locas, seres incoherentes y centralmente sexuales, de tal modo que Diamela Eltit, en el fondo, comparte clichés con Bolaño, que las despreciaba y las trazaba, a grandes rasgos, como Isabel Allende.

A los críticos y escritores latinoamericanos les molestan los argumentos del feminismo —sobre todo molesta a las propias escritoras, que para ser aceptadas no quieren verse vinculadas con el feminismo, que es impopular y las vuelve menos cool ante sus colegas masculinos— pero si se desea entender la crisis de originalidad de la literatura hispanoamericana no hay que buscarla dentro de las propias letras sino en que no se han alterado los géneros en nuestras culturas ni las relaciones de poder desde hace décadas.

Los géneros literarios cambian cuando cambian los géneros identitarios.

La literatura se transforma cuando se transforman las ciudades.

Cualquier otra teoría acerca del cambio literario es una fotonovela.